miércoles, 29 de octubre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (10)

Capítulo duodécimo – Despertar


La boca de Laien tenia un desagradable sabor a papel mojado y sus párpados estaban soldados por una pastosa costra de legañas secas. Sentía tanta repulsa que incluso antes de abrir los ojos ya tenía grabada en su rostro una mueca muy fea.
―Ya era hora, semidemonio ―dijo una voz aguda y serena. Laien tensó los músculos reconociendo la voz despertando un infernal dolor en su espalda. El gnomo Cadei advirtió el gesto.
―No te esfuerces. Si te quisiera muerto ya lo estarías, ¿no crees? No soy tan estúpido. Relájate muchacho, no estoy aquí para cazar.
Cadei no se calmó, echando un detenido vistazo a la alcoba donde había estado quien sabe cuando tiempo inconsciente.
―¿Cuánto tiempo? ―preguntó sin mirarle. El gnomo se acomodó en la silla y respondió sin ganas.
―Cinco días.
―¿Dónde estoy?
―En una finca privada. En Émpora aun. No te inquietes, los magos no pueden detectarte. Mi cliente me facilitó medios y refugio. Tras el barullo de hace cinco días eres el enemigo público de Eynea, semidemonio.
Laien se volvió hacia Cadei con la vaga intención de arañar con la mirada al gnomo.
―No me llames semidemonio. No lo soy.
Cadei alzó sus robustas cejas.
―¿No? Apestas a azufre y tu aura es tan negra como la tierra podrida de Númedon. Seas lo que seas, de humano tienes tan poco como yo de elfo, engendro ―esas últimas palabras violentaron a Laien, que se removió en el camastro moviendo su mano directamente hacia el cuello del gnomo. El meronés se zafó con agilidad, golpeando con el puño el hombro derecho del jinete. Laien descubrió entonces la dolorosa herida que tenia aun por curar y que hasta ese momento no se había percatado de ella. Cadei lo agarró a su vez del cuello del jubón, sin dejar de presionar la herida del jinete.
―Que te entre esto en tu cabeza cornuda, engendro. Estás vivo por un cúmulo de coincidencias y deseos muy por encima de ti. Los magos te quieren semidemonio, me pagaron por ti, vivo o muerto, pero esa bola de fuego me convenció una vez más de lo rastreros que son. Estarías muerto si fuera por mi, aun con el contrato roto, pero alguien intercedió por ti.


Cadei se arrastraba dolorido por el fango, sacudiéndose restos de nenúfares y algas pegadas a su ropa cuando aterrizó justo en un estanque de un bosquejo cercano a la muralla de la ciudad. Del cielo caía una perenne lluvia de cenizas llameantes que iban apagándose al ritmo que soplaba la brisa nocturna. A pocos metros el cuerpo humeante y aparentemente muerto de Laien había recuperado su aspecto humano.
―Serpientes arcanas ―maldijo el gnomo―. Traidores, perros, hideputas.
El gnomo se puso en pie y avanzó tambaleante hacia el jinete pudiendo ver que aun respiraba. Sin ceremonias incrustó su bota en los riñones de Laien con una furiosa patada. El cuerpo se balanceó sin resistencia, pero el meronés pudo advertir que aun respiraba.
―Demonio. Vaya una jugada me han hecho, a los dos. No te apresures en despertarte, con un muerto basta. Te dejaré ―sacó un puñal de uno de sus botines mientras hablaba para si― que no tengas el problema de elegir quien.
El meronés apuntó a la garganta de Laien dispuesto a atravesarla, cuando un estilete curvado se acomodó en el cuello de Cadei. El gnomo se quedó inmóvil.
―Cazador cazado ―parafraseó Cadei mirando por el rabillo del ojo a su asaltante.
―Suelta la daga ―ordenó un timbre femenino. El gnomo hizo lo que se le ordenaba. Pudo advertir el ligero temblor en la voz, en la propia firmeza del estilete. La mujer no parecía ducha en esa clase de situaciones.
―¿Y ahora? ―dijo desafiante Cadei, la hoja de hierro profundizó un poco más en su piel advirtiendo al gnomo que quizá había juzgado precipitadamente a su asaltante.
―Olvídate de él, meronés. Déjale en paz o te degüello aquí mismo.
―No les debo una mierda a los que me contrataron para dar caza a este semidemonio. Casi me matan por esta escoria demoníaca, me traicionaron, pero tampoco estoy dispuesto a dejar viva a esta amenaza.
De improviso un movimiento felino sorprendió a la mujer. Cadei se impulsó hacia atrás, chocando con el pecho de la asaltante. Sin perder el ritmo aprovechó para dejarse caer hacia abajo, librándose de la presión del estilete, dio una voltereta en el suelo volviéndose frente a la mujer, listo para el contraataque. La muchacha era joven, vestida con un jubón sencillo pero para nada sucia. Tania dos grandes ojos verdes y una cabellera pelirroja.
―Una mujer bella, hábil, pero no una asesina. ¿Quién eres? ―a la muchacha le temblaban los ojos.
―No le hagas daño, te traicionaron. No tienes nada contra él. Olvídate de él, te lo pido.
Cadei contestó insensible.
―Soy un profesional y cumplo mis contratos. No tengo nada contra el semidemonio, sí que lo tengo por lo que es. Sin contrato o no, lo mataré, y menos caso haré de la que hasta hace un momento estaba dispuesta a rebanarme el gaznate.
Los segundos se tensaron, rígidos y fríos. Un brillo astuto asomó en los ojos de la muchacha.
―Di el precio.
―Cinco esmeraldas kessareas. Nada de moneda.
―Tres. Y un techo donde cobijarte hasta cuando desees.
El gnomo miró a Laien una vez más y chasqueó la lengua.
―Hace ―dijo y acercó la mano a su nueva clienta. Ella no respondió al gesto, pero a Cadei no le importó―. Quisiera saber quien es mi cliente, señorita.
―Maiah. Maiah Brennus.


Un silbido insoportable cruzó los oídos de Laien al oír el nombre de Maiah. El jinete se removió incómodo en el camastro mirando a la pared.
―Ya veo que esto no es de tu agrado, semidemonio. Mejor, para mi tampoco lo es vigilarte.
No dijeron nada más, Laien fingió dormir y Cadei sacó una pipa hecha de pino negro a la que rellenó de tabaco.
Tuvimos suerte, una suerte inmerecida, Cosechador, pero salimos vivos. Tenemos que salir de aquí, ir por la espada, recuperarla y unirla a la gema. Nuestra venganza, Kainoh. Nuestra venganza, Laien, bien puede esperar un poco más. Habla, infórmate, seguro que pronto sabrás del paradero de la espada y la gema. Ten paciencia, Cosechador.
El jinete se volvió hacia Cadei. Hablaron muchas horas. Descubrió que durante su coma la situación del reino eyneo pendía de un hilo. El gnomo se mostraba inquiero y el jinete asentía, como si todo cuanto oía ya lo supiera desde hace demasiado tiempo.

viernes, 17 de octubre de 2008

Cuento - Más allá del sueño y la realidad

Buenas a todos,

He aquí mi pequeño regalo a Scale, el primer PJ que conocí y a la primera jugadora que me acogió en el servidor. Sin duda habrán muchos otros jugadores que conocieron mucho mejor al PJ, pero quise entregar mi pequeño tributo a la misma. Espero que os guste, tanto como a mi ha sido escribirlo.

Sam,

http://es.youtube.com/watch?v=soh4Ky5v1nw
Haced clic aquí para abrir un enlace con Youtube y escuchar la música mientras leéis.

Más allá del sueño y la realidad
El destino de Scale

Caía con suavidad. Un delicado manto blanco que fundía el suelo con su beso. Los labios de Scale recibían ese níveo beso, el frío abrazo y su secreto refugio para la posteridad. Sus mechones dorados se mezclaron con los diminutos copos, enjoyando su cabeza con una corona de perlas que lentamente iban ocultándola. Quiso la nieve ocultar su sonrisa, así lo hizo. Mientras Storm se alejaba, el sueño de una hechicera se hacía eterno bajo la caricia del invierno.

Y el tiempo olvidó a Scale, a Storm y a Amn, volviéndose nada más que en un recuerdo lejano al que siguieron incontables edades...


―¡Vamos, Tabar! No quiero volver tarde al campamento. Dicen los augures que se acerca una ventisca enorme. ¡Lagarto! ¡Lagarto! Se me empiezan a congelar las pantorrillas. ¡Deja de escarbar en la nieve y marchemos!
―Solo un poco más. Tengo un presentimiento. Aquí debajo hay algo.
―¿Qué presentimiento ni que leches? No hay nada, solo hielo y nieve. Volvamos al campamento, esto empieza a empeorar. No vas a encontrar ninguna veta de oro ahí debajo, eso seguro. El prospector hizo caso omiso a las quejas de su compañero. Desde hacía dos días vagaban por las montañas buscando nuevas vetas de mineral, un trabajo duro pero bien remunerado. Tabar siguió quitando nieve con ímpetu, echándola a un lado, peleando contra las insistentes nubes que se apresuraban en volver a rellenar el hueco. Hacía frío, le dolían las manos bajo los guantes de piel, pero algo mágico lo conducía a quitar más nieve, algo indescriptible. Un viento helado trajo consigo el tiritar del compañero de Tabar, que se ajustó aun más el capote al cuerpo.
―¡No vas a encontrar nada! Aquí no hay nada. Solo monstruos y dragones.
El comentario de su compañero hizo reír enérgicamente a Tabar.
―¿Crees en esas cosas? Sabes bien que no existen, son cuentos para asustar a los niños. Me tienes perplejo, Harold.
El compañero resopló molesto, pero no dijo nada más. Tabar siguió su odisea a través de las capas de nieve cuando tocó algo sólido con las manos, era helado y de tamaño mediano y el prospector juzgó posible retirar ese témpano. Los dos hombres limpiaron la zona, enseguida sacaron el témpano tumbándolo boca arriba. Se quedaron estupefactos.
―¿Qué demonios..?
―¡Es una mujer! Mírala. Congelada en la nieve.
Era bella cual ninfa, como una diosa perdida de otro tiempo, sus cabellos de oro repartidos por el hielo a la altura de su cuello. Sus ojos estaban cerrados, como si durmiera en un descanso de nieves perpetuas. La mujer sonreía, como dormida, como si nada pudiera perturbar su cárcel de hielo. Tabar acarició el hielo a la altura de su rostro, fascinado por esa belleza de otro mundo, atrapada entre el sueño y la realidad.
―Es hermosa ―susurró delicadamente Tabar. Harold no dijo nada y el tiempo empeoraba―. ¿Qué le ocurrió? ¿Qué le ocurrió a esta mujer del hielo? ¿Qué historia esconde? Seguro que fue una guerrera del pasado, una heroína de los tiempos olvidados. Seguro que luchó hasta el límite, dio justo ejemplo y por su sonrisa diría que seria siempre recordada por los que la quisieron. ¿Qué historia escondes, mujer del hielo? ¿Viniste a buscar el merecido descanso? Encerrada en esta prisión helada, es como un cuento de hadas, mágico, como de esos en los que ya no creemos que pueden pasar. Ella sueña en ese mundo, perdido entre los rincones de nuestro recuerdo más lejano.
La tormenta cayó sobre los prospectores. Los vientos cayeron violentos sobre el valle, arrollando con su furia a los hombres y cual cuchillo de tormenta en la oscuridad, un titánico rugido viajó en la niebla blanca de la tormenta. Un batir de alas ensordecedor que se acercaba a los dos hombres. Aquello que vieron nunca fue creído. La sombra de un gran dragón de alas extendidas, de escamas rojizas bañadas por la blanca nieve que encogieron los corazones de Tabar y Harold. El dragón agarró el témpano de la mujer del hielo y se elevó por la tormenta, llevándosela allí donde no pudo llegar nadie y donde desde ese día encontraría su descanso. Más allá del sueño y la realidad.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Cuento - No hay finales felices

Buenas a todos,

Os presento la pequeña narración de una escena que tiene lugar en el mundo de fantasía de Reinos Olvidados, aunque no lo conozcáis no hace falta, puesto que todos los datos "fantásticos" o no existen o son muy entendibles. Me gustó escribir esta historia y del modo que esta construida puede tratarse de un pequeño cuento corto.
Disfrutadlo si gustáis.

No hay finales felices


―Déjame verte esa muela. ¡Uh! ¡Qué diente más negro! Tendremos que sacártelo.
La niña, de apenas cinco años, miró a Ivan con ojos curiosos. Por unos instantes había olvidado su intenso dolor de muela. El médico sonrió y se levantó. Alienna, la pequeña, siguió los pasos del hombre que hablaba con dos enfermeras monjas de San Annur. Una vaga sensación de miedo hizo presa de ella. Ivan volvió a acercarse.
―¿Me va a doler más? ―preguntó Alienna suplicante, con voz quebrada. Ivan sonrió paternal de nuevo y le acarició la mejilla.
―Solo un poco, pero ya no te dolerá más. Soy un ladrón, ¿recuerdas? Un ladrón que roba el dolor de la gente.
La niña abrió mucho los ojos. Casi parecía haberse olvidado del dolor.
―¿Y qué haces con el dolor que robas? ¡Eso es imposible! ―alzó la voz un poco, pero pronto recordó que el dolor de muelas aun no se había ido.
―Pues como buen ladrón. Lo vendo. ¿Sabes dónde? Voy a los Dientecillos, a ver unos duendes ―mientras le contaba la historia, un par de enfermeras se colocaron a los lados de Alienna que ni se dio cuenta―. A ellos les vendo el dolor que robo de la gente, y yo me hago rico con ello.
―¿Eres rico? ¡Vaya una tontería! Si fueras rico no estarías aquí. Estarías con los hombres gordos del Distrito de los Ricachones.
El médico volvió a sonreír, ya tenía en las manos las tenazas. Volvió la mirada una vez más a la pequeña, que lo miraba expectante.
―Hay muchas clases de riqueza, Ali. Yo soy rico en dolor.


La puerta casi se quebró del portazo que Ivan le propinó al abrir. El corazón le latía salvaje, brutal, en apenas un instante tuvo la sensación de que el mundo se iba al garete y él era el primero en caer. Los gritos de agonía de Marlien, los había reconocido. A Ivan le temblaba la rodilla derecha.
―¿Qué ha pasado? ―alcanzó a decir, obligándose a controlarse. Drazharm, que le echaba dosis de pociones curativas en la espalda se volvió hacia él.
―¿Qué importa eso? ¡Se muere! ―la voz fría del mestizo zozobró, sonó quebrada.
―¡He preguntado que coño le pasa! ―bramó en un arranque de descontrol, Drazharm se levantó furioso, mirando fijamente al médico. Ivan pudo al final encerrar todo rastro de emoción en su baúl.
―¡Se muere! Eso pasa.
―He de saber que le ha pasado. Debo tratar sus heridas. ¿Qué le ha pasado, Drazharm?
El mestizo también se calmó.
―Los osgos. Se ensañaron con ella.
Ivan asintió y se volcó en Marlien. La paladina había perdido la conciencia. En ocasiones volvía en si, convaleciente, para regresar entre terribles dolores y echar terribles gemidos. Ivan le comprobó el pulso y examinó las heridas. Todo rutinario, maquinal, profesional, pero esa vez no era un simple caso. En la espalda se sucedían terribles heridas, muy profundas, hechas con arma blanca, pero lo que llamó especialmente la atención y preocupación de los dos varones fue la carne abierta hasta el hueso, palpitante, en el que asomaba la columna vertebral. En la herida aun aguardaban restos de ácido que empeoraban cada vez más la herida. Ivan maldijo para si, se puso manos a la obra.
―Tranquila, preciosa. Te pondrás bien ―la voz endulzada de Drazharm dirigiéndose a Marlien violentó a Ivan. Reunió fuerzas, voluntad, y volvió a encerrar sus sentimientos. No sabía que esa noche, volverían a aflorar.


Habían pasado diez minutos. Los lamentos de Marlien seguían, no debía haber razón alguna para ello. Drazharm e Ivan finalmente hallaron el causante, un pequeño bulto bajo la piel de la paladina. La reacción de Ivan fue casi instantánea.
―Dame una daga.
―No tengo una daga, ¿para qué la quieres?
―Para abrir. Necesito algo cortante, tiene algo ahí dentro. He de sacárselo.
Fueron unos instantes largos, eternos. En un arranque de furia el mestizo agarró su espada y empezó a golpearla contra el suelo, esperando romperla. Era una espada de calidad, ni se arañó. Mientras Drazharm golpeaba la espada, Ivan cayó en la cuenta del cuchillo de recolector. No estaba preparado para cortar carne, no de ese modo, pero no había alternativa. No había vuelta atrás. Y entonces Ivan, abrió el arcón de los sentimientos encerrados mientras Marlien se encontraba sin conocimiento a su lado.
―¿Recuerdas, Mar? Estamos en la casa de Ilmáter, el Dios del Lamento. El que comparte las penas, el sufrimiento, con todos nosotros ―empezó a cortar el bulto, Marlien ya no tenía fuerzas para gritar, nada―. Todo el dolor, todo el sufrimiento físico, pero hay dolores que no pueden ser aligerados. Hay dolores que te acompañan allí donde vayas, porque no hay poder divino capaz de arrancarlo de nosotros. Te voy a curar, ¿sabes? Te curaré, no te perderé. No perderé a nadie más, a nadie más.
La sangre salía a trompa, pero asomó pronto la raíz del problema. Un pedazo de espada quebrada, derretida por el ácido. Ivan cogió las pinzas, mientras curaba, le hablaba al sueño de Marlien.
―No hay finales felices. Jamás los ha habido, nunca. ¿Sabes por qué? Los finales felices son irreales, son una fantasía, porque el amor es sufrimiento. Sufrimiento por el otro. Es sacrificio, es darlo todo esperando recibir lo mismo. No hay finales felices porque la felicidad es algo puro, inocente, inalcanzable y para obtener la felicidad hay que dar cosas a cambio, sacrificar un deseo por otro.
Limpiadas las heridas, el médico empezó a suturar. Su voz se iba quebrando, poco a poco, lejana, como las ondas en el agua.
―Y si Ilmáter me ha dado un don, un conocimiento, un saber.. para aliviar el dolor y el sufrimiento de la gente.. Lo rechazaría, lo entregaría, lo sacrificaría si fuera necesario para salvarte. Ese sería mi sacrificio y se lo ofrezco al Dios del Lamento. No hay precio suficientemente grande para ti, de mi. Lloraría mil muertes antes que perderte, es por eso que no hay finales felices. La felicidad es pasajera, caprichosa, pero cuando la obtienes debes aprender a conservarla y eso es a base de sacrificios. Así funciona el mundo, así es. No existe final, porque la felicidad no tiene final, cuando se obtiene, en ese instante, se hace eterna.
Las curas llegaron a su fin. Ivan se levantó, ninguna lágrima se asomaba, ningún resquicio de aparente dolor se reflejaba en sus ojos. Miró a Drazharm, que se mantuvo en silencio, sin decir nada.
―Tendrá que guardar cama mucho tiempo. No la dejes darse la vuelta, la espalda debe reposar. El médico ha hecho su trabajo.
Mientras cruzaba la puerta, el mestizo se volvió hacia él.
―No, el médico no. El amigo de Mar. El médico y amigo de Mar.
Ivan no se detuvo, no quiso escuchar. Quería estallar y huir. No se detuvo.


―¿A qué viene esa cara tan larga?
―¡Me hiciste daño, ladrón de dolor!
―Pero has de sonreír, pequeñaja. Si no sonríes estás muy fea.
―No quiero sonreír. ¡Me duele!
―Claro que te duele. Te he quitado un diente. Eso ha de doler, pero que te duela no quiere decir que pongas esa cara.
―¡Me duele! ¡Me duele!
―Aunque te duela, nunca dejes de sonreír. ¿O es qué no sabes sonreír?
―¡No sé sonreír! ¡Me duele!
―Tonta. Déjame enseñarte. Se sonríe así, ¿ves? Aunque duela, nunca dejes se sonreír, pequeña, porque nunca sabrás que te deparará el futuro.
―¿Sonreír aunque duela? ¡Vaya una tontería!
―Lo sé, ¿pero es que acaso dije que fuera listo?
―¿Por qué no eres listo?
―Porque no creo en los finales felices.

jueves, 11 de septiembre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (9)

Capítulo undécimo – Planes


Era un océano de colores, de estandartes, de escudos y blasones el que decoraba la sala real del rey de Eynea, allí en el antiguo palacio imperial de Talía. Una alfombra roja, ribeteada con colores dorados y plateados recorrían sus flancos de los cuales se sucedían los hombres de los viejos emperadores belenios. El imperio belenio hacía milenios que desapareció, dejando su huella únicamente en las ruinas en un mundo que heredaron Eynea y Lenya. Los eyneos continuaron con las instituciones imperiales, poco a poco mejoradas y, luego, olvidadas por los nuevos tiempos. Eynea era la heredera espiritual del que fuere primer imperio humano del nuevo Mundo tras el hundimiento de la Gran Isla, Eynea era la cuna de la civilización humana. Y el rey de Eynea es el padre de esa cuna, y el padre es el emperador de todos los hombres.
Aldous Sachais avanzaba sin ceremonias por la alfombra, esquivando cortesanos y nobles que le salían al paso. El cargo de mariscal de Eynea conllevaba un gran honor, pero también una gran presión, y muchas tentaciones. Aldous era un Sachais, de los primeros que se alinearon con el héroe Eyneus, padre fundador de Eynea, y por ello una de las casas nobles más respetadas. Para el mariscal solo existía la sincera lealtad al rey, ahora el rey precisaba de su lealtad. Ahora más que nunca. Sorteó los últimos cortesanos e hincó rodilla en la alfombra, delante de su rey.
―¿Cuantos, Aldous? No me ocultes las cifras. ¿Cuantos vienen?
Al mariscal no le tembló el pulso ni la voz.
―El único batidor que regresó nos informó de un número no inferior a los seis mil, Su Majestad. El doble que la última vez.
El rey Evertus seria un monarca menor en los anales de Eynea, olvidado a la sombra de los grandes señores eyneos, su reinado discurriría en una de las tantas épocas menores de la Historia Eynea. Evertus no tenía nada que envidiar a los grandes reyes pasados y futuros. Rondaba los cincuenta años, pero aun mantenía un cuerpo firme y atlético, no había perdido el color del pelo, únicamente las traicioneras arrugas que campaban en su rostro delataban su edad. Muchos reyes ganan la lealtad de sus súbditos únicamente por su condición, Evertus la ganó como hombre en el campo de batalla y la genial gestión del reino.
―Demasiados. Ni todo el ejército real podría pararlos más que un tiempo. Estamos exhaustos, Aldous, no podemos armar un ejército para esta guerra. Pero contra el Enemigo no hay más lenguaje que la espada y la sangre.
―Los demonios de Ah'mid serán vencidos, Su Majestad ―asintió convencido el mariscal con firmeza― Los venció en el pasado. Puede volverse a hacer.
El rey se levantó. Se movía lentamente.
―En el pasado yo era joven, mariscal. El Enemigo movilizó muchos menos de sus monstruos, nuestro ejército era mayor. Las posibilidades se escapan, amigo. ¿Adonde se dirigen?
―A Émpora, Su Majestad.
El rey reflexionó, echando un vistazo al mariscal con cansancio.
―Moviliza el ejército. Les atacaremos antes de que lleguen a la ciudad. Manda mensajeros a Kessara, a Lenya, incluso a Oóntur. Pide ayuda. Diles que Eynea pide ayuda al mundo. Si nosotros caemos, el resto nos seguirá al infierno.

La tierra olía a azufre y los prados eran negros como antracita. Desde una pequeña colina Bazalbuferr contemplaba su ejército. Un mar de cuernos, alas membranosas y lanzas se agitaba repugnante entre alaridos de torturados y rugidos de torturadores. El ejército de la Ciudad Prohibida esperaba la orden de avanzar.
―Será una guerra gloriosa, mi señor ―anunció triunfal el demonio, sin apartar la mirada de la horda demoníaca. Se volvió a sus espaldas, encarándose a un gran espejo de dos metros de altura que no reflejaba más que una sombra oscura.
―Habrá guerra. Así lo mandáis. Así será.
Del espejo surgió una voz vibrante, lejana, pero profundamente oscura y maligna.
―Es tu guerra, Taimado. Tu guerra. La guerra es mi mundo, mi ser, mi alimento. Pero no te atrevas a decidir por mi, esclavo. Yo soy la antesala de la Muerte, su Heraldo, el Portador del Final. No haces esta guerra por devoción a mi, tu dios y tu señor, lo haces por miedo. Por temor a aquello que se oculta en esa ciudad humana. Tan cobarde eres que estas dispuesto a dejar vacía mi ciudad por el miedo a un hombre. No te confundas, Bazalbuferr, es tu guerra, pero yo me alimentaré de ella.
Al demonio le recorrió un miedo sobrenatural por todo su ser. Le tembló la voz un instante.
―Haré de esta guerra un digno sacrificio a vos, mi señor. Destruiré al mortal con mis manos y asolaré su mundo como ofrenda a ti, mi dios.
Pasaron unos largos minutos de silencio. Bazalbuferr no se atrevió a moverse siquiera de su sitio.
―Disfrutaré de tu guerra mientras dure, Taimado.

Era una oscuridad fría, claustrofóbica, pegajosa. Los pasos de Laien se alejaban de sus pies, vibrando en eco a través de la tiniebla. Recuerda. Sentía una presencia detrás de él que lo perseguía. Trató de huir, pero se había quedado inmovilizado. Recuerda. Solo pudo volverse hacia una luz cegadora, cuyos hilos cortaban la sombra como cuchillas. En medio de la luz, una figura humana caminaba hacia él, pudo sentir el calor, la tranquilidad. Recuerda. La tranquilidad se esfumó. Otra figura, hecha de tinieblas, se echó encima de la silueta a contraluz. Lo último que recordó fue la angustia de ver, sin poder hacer nada, como la sombra destrozaba la luz. Recuerda. Y pasaron incontables eras.
―¿Está muerto, Maiah?
―No. Vive. Está inconsciente.
―¿Cuando despertará?
―No lo sé. Ojalá no lo haga nunca.
―¡No digas eso! Kainoh despertará. Se pondrá bien.
―Es un monstruo. Tiene ahora más demoníaco que de humano. Fíjate en esa espada, maldita. Aun no sé porqué decidí ayudaros. Esto es una locura. Una locura.
Las tres voces se alejaron. Regresó la oscuridad y pasaron incontables eras.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (8)

Capítulo décimo – La bestia


Los guardias los separaron bruscamente. Tomaron a Laien por la armilla de cuero arrastrándolo hacia la puerta. De nada sirvieron las protestas de Maiah, su padre se había cansado de la larga conversación con el asesino.
―He sido muy generoso, Maiah. Ahora mi generosidad ha llegado a su límite. Márchate a casa, llévate a la niña si quieres, pero aquí terminasteis vuestra función.
Maiah aceptó refunfuñando el mandato de su padre. Marla no tuvo más remedio que acompañar a la hija de Lear fuera de los calabozos.
―¿Qué le pasará a Kainoh? ―preguntó preocupada. Maiah se detuvo arrodillándose delante de la niña.
―Oíste que dijo, ¿verdad? Kainoh ha hecho muchas cosas malas, deberá ser castigado ―a Maiah le costó articular esto último.
―¿Qué castigo?
Maiah abrazó a Marla con fuerza. La niña se aferró a la muchacha, no entendía, no quería comprender, pero aun así sabía que ese abrazo no significaba nada bueno.
―No pienses en ello, ¿vale? Vamos a mi casa, allí podrás lavarte y comer. Que necesitas un buen baño, pequeñuela.
―¿Se va a morir, verdad?
Maiah se quedó callada.
―Lo van a matar. ¡Me salvó en los calabozos! Ningún hombre malo salva a una niña. Lo sé. Kainoh no es malo, me salvó. No me creo que hiciera nada de lo que dijo. Kainoh no es malo. ¡No lo es!
―Ojalá fuera tan sencillo, pequeña. Ojalá lo fuera.


Lo llevaban cuatro guardias rodeándolo en rombo. Laien llevaba grilletes en las muñecas y los tobillos, unidos por una roída cadena que tintineaba a cada paso del jinete. Dos guardias cogían por los brazos a Laien, uno abría la marcha y otro la cerraba. A Laien le costaba andar y un dolor palpitante se enroscaba en su muñeca derecha, la carne roja del músculo aun estaba al aire y ya presentaba los primeros síntomas de infección, también había perdido la sensibilidad de la mano.
Lo llevaron a lo largo de un laberinto de pasillos húmedos, Laien trató de memorizar el camino, pero tenía la mente turbia por el dolor. En medio del dolor se alzó la voz siempre enérgica de Kainoh.
Moriremos si seguimos así. Tenemos que salir de aquí.
Kainoh. Usa tu magia curativa, sobre todo mi cuerpo. Todo tu poder. Todo.
No sé si es buena idea, Laien. Quedarás muy débil y si eso pasa podrían ser peores las consecuencias que los remedios.
Tú hazlo.
Así lo hizo.
―Os daré una oportunidad de vivir. Salid de aquí. Ahora ―la declaración de Laien provocó algunas risas y un nuevo puñetazo en el estómago.
―¡Callarsus! Como te vuelva a oír te curro la cara hasta que sangres por las orejas.
―Lo siento por vosotros entonces.
La soldadesca se miró alternativamente escupiendo amenazas al reo. Fueron sus últimas amenazas. Un dolor horrible recorrió cada parte del cuerpo de Laien. La cabeza le vibró sacudiendo el cerebro hasta el límite de explotar, el jinete no pudo reprimir un horrendo grito que se propagó por los pasillos como el lamento de una bestia de ultratumba. Laien empezó a sentir un calor creciente, la sangre le bullía ácida y los músculos palpitaban rompiendo su piel. Los ojos se agrandaron tornándose amarillos con pequeños puntos rojos como iris. Los gritos de agonía de Laien no cesaban y la masa muscular del jinete empezó a crecer y a encorbarse, sus uñas se tornaron garras y en su cabeza crecieron unos diminutos cuernos. La armilla y los pantalones de cuero no pudieron contener la carne dentro y estallaron por las costuras. La piel se tornó rojiza y un desagradable olor a azufre exudaba de Laien, pero ya no era Laien, era la viva imagen de una bestia diabólica. Los guardias que lo flanqueaban los empotró contra las paredes rompiendo sus columnas como palillos. Al soldado de delante le atravesó el estómago con las garras. El de retaguardia empezó a huir gritando de horror. No llegó lejos, la bestia se lanzó sobre él tirándolo al suelo antes de oírse crujir su cráneo.
Laien aulló salvaje, recorriendo los pasillos de los calabozos. No se detenía para matar a cuantos se encontraba al paso, el simple impulso de la bestia derribaba cualquier oposición. Laien se detuvo ante la rendija por la cual la difusa luz de las estrellas trataba de adentrarse en las mazmorras, la bestia ayudó en el cometido arrancando los barrotes con suma facilidad. La bestia era libre.

En el exterior salió una pequeña plazoleta rodeada de casas y el muro de los calabozos. Aullaba como un lobo, descontrolado, irracional, peligroso. Un silbido detuvo la danza de la bestia, el silbido de un virote de adamantio que penetró en la carne del hombro de Laien.
―Despertarás a toda la ciudad, demonio ―era un hombre bajito y narigudo, tan bajito y narigudo que era obvio que se trataba de un gnomo. Llevaba un abrigo de piel, largo y gris que le llegaba por los tobillos, una camisa de lino blanca y pantalones de punto marrones, unas botas de piel le cubrían toda la espinilla. Llevaba un estrafalario sombrero picudo negro que le traicionaba revelando su procedencia meronesa. El gnomo sostenía una ballesta de mano, del cinto colgaban hasta tres más, todas cargadas, y en la armilla podía apreciarse un generoso surtido de artefactos, botes e instrumentos de desconocido uso.
Laien rugió mirando al hombre de la ballesta. Dio un imposible salto de seis metros plantándose sobre el tejado de una de las casas de la plazoleta. Emprendió una huida por los tejados acercándose a la muralla.
―Oh no, hermano. Eso no ―murmuró el meronés arrancando una carrera por entre las callejas, siguiendo la pista de Laien. La luna marcaba el camino.
No era la primera persecución para el cazador de monstruos Cadei Stratopolos. La gente se sorprendería con la facilidad que huyen muchas de esas terribles y sanguinarias criaturas que los atormentan. Solo hace falta una oposición demasiado grande para estas, aunque fueran bestias ansiosas de muerte no significaba que debieran ser tontas. Mientras torcía las callejuelas siguiendo los aullidos de su presa, Cadei se preocupaba. Bien que las bestias huía cuando se encontraban en desventaja, pero esa bestia juzgaba que podía estar de todo menos asustada. Giró a la derecha y a la carrera tomó un vial de contenido anaranjado, el cuerpo del gnomo tembló unos instantes y enseguida se sintió mucho más ágil y rápido. Al poco tiempo se topó con los bloques de piedra de la muralla, hacia un callejón sin salida. Sin salida para un aficionado.
El griterío y las alarmas se extendieron por Émpora. Las patrullas se movían excitadas hacia Laien y Cadei, agitando nerviosamente las alabardas y cargando las ballestas. Los soldados no son problema, reflexionó el cazador, los magos malhumorados sí lo son. Cadei extendió su brazo izquierdo y apunto a una de las vigas de una casa, activó un mecanismo oculto en su muñeca y salió disparado un arpón. El proyectil se incrustó en la madera, cuando notó la tensión el cazador mandó recoger la cuerda alzándolo al vuelo. Se ayudó de unas cajas al lado de la calle, ascendiendo sobre el nivel del suelo y se impulsó balanceándose con la cuerda. Directo a la muralla. Sus sentidos agudizados por la poción le garantizaron una buena caída. El meronés se agarró a los bloques de piedra que sobresalían mal colocados y empezó a escalar con rapidez aprovechando cada saliente, hendidura y porosidad del muro. Ascendía como alma que lleva el diablo a por el diablo.
De un impulso final el gnomo se presentó en la cima del muro. Allí le esperaba la bestia, encogida toda ella dando una falsa sensación de seguridad al cazador. Los ojos malignos de Laien se cruzaron con los de Cadei, se midieron y se encontraron a un rival que no se dejaría intimidar. Laien empezó el ataque, atacando en tromba a por el gnomo, pero este reaccionó felino echando mano de un saquete que lo tiró contra el suelo, liberando su contenido. Una densa nube de humo gris se propagó envolviendo a los dos rivales, Laien se detuvo en seco y empezó a toser grotescamente. Cadei sonrió triunfal.
El humo contenía una mezcla de partículas de ang, la materia antimagia. Cualquier ser viviente del mundo sufriría dolores intensos expuesto a ese humo, más aun una bestia mágica como era el demonio al que se enfrentaba Cadei. Aprovechando la ventaja el meronés desenfundó una ballesta de mano y disparó a ciegas, pero con precisión sobrenatural que se clavó en el pecho del demonio. Cadei cargó la ballesta de nuevo, volvió a disparar. Otro impacto. La muralla tembló por los alaridos del demonio, que a pesar del humo y las heridas avanzaba inexorable hacia el gnomo. De repente una luz envuelta en llamas alumbró el cielo, disipando al instante la niebla. La luz impactó en la muralla haciendo un gran estruendo, arrancando pedazos de la muralla que hizo llover su roca sobre la ciudad. Cadei se vio arrastrado por la onda expansiva, antes de perder el conocimiento pudo maldecir en todos los dialectos meroneses a los magos.

lunes, 4 de agosto de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (7)

Capítulo nueve - El Túmulo de la Plata


Las colinas bajas de Lenya son hogar de muchos cuentos. Viejas necrópolis de tiempos antiguos, criaturas míticas de las que aun se dice encontrar en esta tierra o perdidos senderos que llevan a altares de dioses olvidados. En Lenya el tiempo y el mito se mezclan, se funden en una tierra de leyendas que ni el más sabio erudito conoce en totalidad. La región de Lao-Kana, al norte de la meseta de Kesa, es famosa por su gran campo de túmulos que provienen de los tiempos del desaparecido imperio belenio. Uno de los más conocidos es el Túmulo de la Plata. Cuenta la leyenda que tras una gran batalla entre las legiones belenias y una horda de bárbaros del sur los muertos se amontonaban que ni los cuervos daban abasto a todos ellos. La soldadesca belenia, vencedora en el choque, tuvo la desagradable labor de poblar el campo de batalla de piras de cadáveres. Las armaduras las devolvieron a las familias de los muertos, las armas volverían a usarse en manos de nuevos soldados y sus escudos fueron amontonados sobre la fosa de una de las piras. Tantos eran que los escudos terminaron por formar una pequeña colina de metal y cuero. Se dijo que el sol reflejado en el acero de los escudos inundaba de un níveo reflejo, tal era el brillo que parecía que los mismos escudos parecían estar hechos de plata. Al lugar se le llamó el Túmulo de la Plata y fue abandonado. Los tiempos enterraron de tierra y arena la colina de metal, escondiendo los restos a la vista de los saqueadores y a su alrededor se fueron formando nuevos túmulos, como pequeños hijos del original. Las leyendas hablaron de la plata que escondía esa vieja tumba de tierra y arena, pero aquellos sin escrúpulos que alguna vez llegaron a saquear el reposo de los soldados belenios únicamente hallaron restos de escudos oxidados.
El jinete aguardaba junto al túmulo de la leyenda. Un mes antes de su llegada a Émpora. Esperaba su víctima, paciente. Llegará en breve, dijo Kainoh.
―Eso espero ―murmuró en voz baja ajustando las dos espadas en su cinto. La yegua se movió inquieta, sintiendo la presencia más allá de las neblinas de la mañana que ocultaban el sendero entre los túmulos.
No temas, Cosechador, Keren siempre se detiene aquí. Es su pasión, es un jodido depravado.
A Laien le impregnó una sensación de asco al imaginarse la escena, pronto la expulsó de su mente. En su interior oyó la tenebrosa risa de su demonio guardián. Cosechador, te asombraría saber quien es el guardián de Keren y de la naturaleza de su poder.
―No lo sé ni me importa ―sentenció en voz baja acariciando el lomo de su yegua baya.
Haces bien, Laien. No nos interesa saber más de lo que queremos saber, ella se usará de sus artes para engañarte. Toma precauciones.
Laien no respondió a la advertencia de Kainoh. Soplaba un viento suave y frío. Las nieblas matinales se resistían a desaparecer. Al este se veía un borrón anaranjado del sol agazapado más allá del Mar de Eynea. No se oía un alma, pero no tuvo que esperar mucho más. Entre las nieblas llegó el sonido de algo que se arrastraba, Laien afinó el oído y pudo discernir que más bien era algo que arrastraba a otro algo. Una voz desquiciada y aguda se propagó por el silencio.
―Sí, querida, hoy disfrutaremos. Sí, sí, juntos. Este mozo tiene buena planta, es vigoroso, es apetitoso, es sabroso. Sí, mi amor, lo disfrutaremos. Juntos.
Es él. Laien bajó de la yegua y se adentró sin decir nada en las sombras blancas de la niebla.
―Sabroso, sí. Querida, hazle tener carne de nuevo, dusfrutaremos, sí. Carne en su trasero, hazlo, hazlo.
El jinete reprimió el asco. Dejo gobernarse por su ansia de matar. Una voz femenina se coló en la telaraña de humedad de los túmulos.
―Calma, querido. Quizá hoy probemos a un vivo.
Nos ha descubierto, Mialai nos ha descubierto, advirtió el guardián. Que más da, respondió Laien sin frenar su avance.
El jinete llegó a un claro envuelto en un anillo de niebla que no se atrevía a adentrarse. En el centro estaba el jorobado Keren. Era bajo como un trasgo y feo como un troll, las verrugas y pústulas se desordenaban por su rostro. Llevaba un raída túnica gris y un bastón improvisado de tejo. A sus pies había el cuerpo de un muchacho de no más de quince años, Laien calculó que no llevaba más de un mes muerto. Apestaba horriblemente. Los ojos de Keren brillaron al mirar a Laien, no era un brillo propio de un humano, era un brillo diabólico.
―Oh, Cosechador. Que honor vengas tu por mi ―dijo Keren, poseído por la voz de Mialai. Laeien notó como Kainoh se enervó de furia.
―No será por el motivo que crees ―contestó frío acercando su mano a la espada oxidada.
Mialai rió cantarina como una ninfa y miró con una sonrisa desenfadada al jinete.
―Ojalá el Amo me hubiera atado a ti, Cosechador, y no a un engendro como Keren. Créeme, disfrutaríamos mucho. El uno y el otro.
Los ojos de Keren volvieron a brillar con un reflejo rojizo, en un abrir y cerrar de ojos Keren ya no estaba. En su lugar había una mujer de terrible belleza. Una mujer por la que cualquier hombre mataría. Un ligero manto transparente cubría su cuerpo dejando que sus formas no se ocultaran tras la tela, Mialai se acercó insinuante a Laien.
―Atado a ese arrogante Kainoh. Un espíritu traidor, un inmortal que no pertenece a ninguno de los dos mundos. ¿Te lo ha contado? No, seguro que no. Es traicionero, vil, mentiroso. Yo también lo soy, pero yo puedo ofrecerte más, mucho más. ¿Qué puedes perder?
Mialai pasó su mano por la mejilla de Laien, el jinete se relajó al tacto. Demasiado tiempo sin una mujer, aunque fuera una diablesa del placer.
―¿Notas mis manos, Cosechador? ¿Quieres notar mi lengua? ―susurró lamiendo la oreja derecha de Laien, Kainoh reaccionó con furia y estrépito, se adueñó del cuerpo del jinete.
―¡Saca tus zarpas del encima del Cosechador, súcubo! ―rugió apartándola de un golpe. Mialai saltó felina y rió como una adolescente.
―Kainoh, cuanto tiempo sin oír tu viril voz.
―Demasiado poco tiempo, ramera. De buena gana te destriparía aquí mismo ―la súcubo hizo crecer de entre sus omóplatos dos membranosas alas de murciélago, alzó el vuelo flotando delante del jinete.
―Estoy segura que lo harías, traidor, pero creo que tu protegido no esté tan de acuerdo contigo. Mírale. Tan falto de amor, de cariño, del carnal y placentero tacto de una mujer. Solo muerte, el Demonio Carnicero, ni siquiera un demonio busca negarse el placer. Pero él también es mortal, tiene deseos mortales. Mortales deseos en un alma endemoniada. Yo puedo dárselo y él lo sabe, tú se lo niegas, ¿quién eres tú para negarle esos placeres?
Kainoh se hinchó de odio, pero ni todo ese odio pudo oponerse a la voluntad de Laien que volvió a tomar el control. El guardián del jinete se hundió en las tinieblas de su mente, Laien no quiso escuchar más. Mialai suspiró con una sonrisa sensual y maligna.
―Entrometido, Kainoh. No entiende lo especial que eres, Cosechador. No entiende que no puede dominarte a su antojo como lo hago yo con Keren. Él es mío, igual que Kainoh es tuyo. Ven, mi querido, seamos el uno del otro.
La diablesa se posó ante él. Laien sonrió satisfecho, ella hizo lo mismo y empezó a desnudarlo con palpitante deseo. Él la deseó a ella y ella se dejó desear.
―¿Ves? Kainoh jamás podría darte este placer. El placer de la carne. Yo sí ―luego gimió teatralmente encima de él. Laien gimió con ella, pero no contestó.
―Abandónalo, entrégate a mi y yo me entregaré a ti, Cosechador. Yo te daré placer carnal y tu a mi el placer de dar muerte a los mortales. Te lo daré todo ―sintieron el éxtasis entre los túmulos. Laien sintió como su mente explotaba de placer, pero rápidamente cobró su frialdad mirando a la entregada diablesa.
―Hay una cosa que tú jamás podrás darme, Mialai ―la súcubo lo miró con ojos entrecerrados―. No puedes darme el mismo odio que Kainoh siente por tu amo.
La diablesa no pudo reaccionar. La hoja de la espada oxidada atravesó el abdomen cruzando el torso de la súcubo hasta salir por el cuello. Mialai chilló horrorosamente tratando de desagarrar la carne de Laien con sus garras, pero apenas pudo invocarlas. El jinete convocó las runas de la espada. La hoja se ennegreció y mientras las almas empezaban su llanto fúnebre, la muñeca de Laien se unió a la empuñadura de la espada. Mialai lo miró con ojos iracundos.
―Te veré en el infierno ―siseó agonizando.
―Yo no lo creo ―la espada brilló junto a Mialai. Los lamentos de los muertos se hicieron más fuertes y una nube de almas envolvió a la diablesa―. No saldrás de este mundo para regresar al tuyo.
Mialai chilló de nuevo, desesperada, sintiendo como su espíritu era atrapado y absorbido por las almas de la espada. La hoja negra brilló roja escasos instantes y luego volvió a su oscuridad. En el lugar de Mialai quedó la cáscara chupada hasta el tuétano del jorobado Keren. El jinete se levantó y envainó la espada que perdió su poder mágico al instante. Empezó a vestirse, despacio, pronto sintió de nuevo la presencia de Kainoh en su mente.
―¿Descubriste algo, Kainoh? ―murmuró sintiendo el calor del sol que ya empezaba a salir y dispersaba la niebla.
Sé donde se encuentra la gema, Cosechador.
―Bien, iremos hacía allí.
Algo más, Laien. Vi algo más. El puente entre Mialai y la Ciudad Prohibida era mucho más estable de lo que creí posible. Vi a Bazalbuferr contemplando en un espejo, lo usaba como ventana para espiar a una muchacha de cabellos rojos. Creo que era algo importante, algo sobre tu pasado.
―Olvídalo, Kainoh. Mi pasado ya no importa, solo nuestra venganza de Bazalbuferr. Solo importa eso.
Como desees, Cosechador, olvidaré el asunto. Debemos ir a la ciudad de Émpora, en Eynea. Debemos encontrar a un mercader llamado Lear Bren-Na.
Y el jinete cabalgó hacia su destino.

sábado, 2 de agosto de 2008

Cuento - Algo extraordinario

Buenas a todos,

Como vine diciendo al principio de este blog, entre mis agradecimientos figuraban los alumnos y la profesora del taller literario del Ateneu Barcelonés, el cuento que viene a continuación vendría a ser el "trabajo final". Aunque durante los tres meses del curso vine avasallando con una historia de ciencia ficción, al final me di cuenta de la complejidad extrema de esta como para reducirla a un simple relato. Tomé la decisión de escribir una historia que me venía rondando en la cabeza durante bastante tiempo. Este es el resultado, mejor o peor, pero del cual espero que resulte ameno e interesante de leer.

Algo extraordinario


Era un lugar cualquiera, en una noche cualquiera, en un tiempo cualquiera. Las circunstancias lo convertirían en algo extraordinario.
Esa noche la calle era castigada por un temporal. Jim y yo acabábamos de salir del trabajo, pero tal era la intensidad de la lluvia que nuestros huesos fueron a parar al primer bar que encontramos. No era un lugar misterioso, ni mucho menos tenía especial decoración, ni siquiera la misma clientela desprendía nada especial. Miento, lo había. Era un hombre, sentado en un rincón del cual no se movía, no tenía nada sobre la mesa y Jim, tan atento a esta clase de detalles, lo ignoró por completo. En el bar también había una pareja, ella era hermosa, joven, él supongo que no era feo. No soy experto en belleza masculina, las prefiero a ellas. Ambos hablaban despreocupados del resto del mundo, un mundo que eran un barman bigotudo y dos viejos con pinta de ser veteranos parroquianos del bar. Era una fauna pobre para un viernes por la noche, y fuera la lluvia no mostraba síntomas de querer apaciguarse.
―No lo sé, Matt ―dijo preocupado Jim tomando un buen trago de cerveza. Jugó escaso rato con el borde circular del vaso, algo taciturno.
―Si tu no lo sabes, poco sabré yo ―contesté dibujando una mueca fea, la verdad es que ese día no estaba demasiado inspirado.
―Martha quiere un niño, pero yo no sé si estoy preparado ―prosiguió Jim perdido aun en el borde del vaso.
―A veces hay decisiones que no deben pensarse demasiado ―bebí un poco de mi refresco y encendí un cigarrillo. Jim me miró como si fuera un criminal, no creo que fuera por el cigarrillo.
―¡Por Dios, Matt! Es un crío, no un maldito coche ―eché humo―. ¿Y tienes qué ponerte a fumar ahora?
Volví a beber y le retuve la mirada.
―Lo sé que no es un maldito coche, sino un maldito crío. Y sí, fumaré donde y cuando quiera, al menos donde los cartelitos rojos me dejen y aquí no veo ninguno ―Jim suspiró, aparcando el asunto de mi cigarrillo, retomando el del niño.
―Un niño, tanta responsabilidad. No sé si estaré a la altura ―dudó mientras no cesaba en su juego con el vaso, llevaba ya un par de docenas de vueltas cuando respondí.
―No creo que nadie nazca preparado para nada, Jim. A veces hay que ser valiente, agarrar el toro por los cuernos. Aceptar las responsabilidades que nos dan o elegimos, lo malo es que la mayoría no las elegimos ―tomé otra calada―. Pero en este caso sí eliges. Un crío te cambiará la vida, deberás adaptarte, asumirlo. Luchar para tirar adelante. Es más, creo que ni Martha esta preparada para tener bombo.
Jim no alcanzó a responder, incluso antes de que articulara palabra supe que algo no iba bien. La puerta se abrió de golpe, dejando entrar un viento frío y húmedo. Estos trajeron consigo alguien más, un chaval de no más de veintipico años, con ropas sucias y rotas por las costuras echando agua a litros por el aguacero. No me llamó la atención su aspecto, sí lo hizo la pistola que llevaba en la mano. Temblaba entero, no creí que fuera por la lluvia, y acerté. Era un yonqui.
―¡Dame todo lo que tengas en la caja!¡Rápido! ―gritó estridente sacudiendo la pistola hacia la barra. Los viejos parroquianos se echaron al suelo, la pareja se quedó rígida en la mesa, igual que yo y Jim. El hombre de la esquina no pareció inmutarse, era como si todo eso no iba con él.
―¡Dámelo todo!¡Vamos! ―volvió a gritar, el barman bigotudo se acercó a la caja lentamente y con las manos en alto.
―Tranquilo, amigo. Te daré lo que quieres, no te pongas nervioso ―dijo el hombre, el atracador amartilló la pistola. El chasquido metálico tuvo un efecto intimidatorio tan grande que la muchacha empezó a gritar histérica. El yonqui se volvió hacia la chica, apuntándola. Eso hizo que chillara aun más.
―¡Hazla callar, joder!¡Hazla callar! ―el chaval sacudía frenéticamente la pistola. El novio trató de calmarla, pero ella había caído presa de un ataque de histeria. Luego todo ocurrió en escasos segundos.
Jim se abalanzó sobre el atracador. Intuyó, como yo, que el cabrón iba a disparar. Tres disparos resonaron en el local mientras el atracador se volvía para encarar a Jim. La primera bala voló inofensiva contra la pared astillando la madera, la segunda impactó en el pecho de la muchacha y a Jim la tercera le golpeó el estómago. Al yonqui le superaron los acontecimientos, salió bruscamente por la puerta dejando a la chica y a Jim desangrándose en el suelo.
―Una ambulancia ―tartamudeó el novio, luego apremió el grito de socorro―. ¡Una ambulancia, por Dios!
El barman tuvo buenos reflejos, ya estaba llamando a emergencias. Me arrodillé junto a Jim. A su espalda un oscuro crecía una oscura mancha carmesí, le cogí la mano. Él me la apretó débilmente en respuesta.
―¿Pinta mal? ―balbuceó mirándome con ojos aterrorizados. No quise mentirle.
―No demasiado bien, Jim. Tranquilo, aguantarás, estás como un jodido toro. Saldrás de esta, solo debes ahorrar energías ―traté de sonreír para calmarlo, él también. Y fracasamos.
Jim empezó a temblar, ligeros espasmos recorrían su cuerpo. Empezaron a asomar lágrimas en sus ojos y emitió un sollozo ahogado.
―No quiero morir, Matt. Por Dios, no quiero morir.
―No morirás, Jimmy, no lo harás. No lo permitiré, guarda fuerzas, la ambulancia esta al llegar.
―Quiero.. quiero ver a Martha, besarla, abrazarla. Decirle que la quiero con toda mi alma. Sí quiero ser padre, ¿me oyes? Quiero ser padre y envejecer con ella, pero tengo frío y miedo. Díselo, por favor Matt, si no salgo de esta, sino puedo volver a hablar con ella dile esto ―no pude negarme, Jim se agarró a mi cuello suplicante mirándome significativamente. También tenía miedo, pero no podía permitir que eso pasara. Es extraño que a veces, al borde de la muerte, aquello de lo que dudamos cobra nitidez. Las dudas se diluyen, sabemos lo que queremos y como hacerlo. Debe ser una sensación muy cruel, descubrir aquello que quieres por la amenaza de la muerte y tener el temor de que jamás podrás llevarla a cabo. Pero no era nadie para arrebatarle la esperanza, sino para dársela.
―Y serás padre, Jimmy. Tendrás cinco hijos, niños y niñas. Verás como crecen al lado de Martha, te harás viejo con ella y..
―No tantos, Matt. Con dos basta ―por un momento recuperó la lucidez, me hizo reír, una risa ahogada que me protegía del miedo. Fue una sensación agradable que duró muy poco.
La muchacha no estaba mejor. Su novio lloraba tomándole la mano, susurrándole palabras de ánimo. Los parroquianos estaban rígidos como estatuas, no se habían movido desde el atraco y el barman buscaba frenéticamente algo útil en el botiquín del bar sin éxito. Entonces ocurrió algo extraordinario. El hombre de la esquina se acercó como un fantasma y se arrodilló a mi lado. Lo miré, y de algún modo me resultó familiar, lo había visto en algún otro momento o lugar.
―Queda poco tiempo, pero aun podemos sanarlo ―dijo con un timbre de voz oscuro, pero cargado de serenidad.
―¿Es médico? ―pregunté. Él se limitó a sonreírme y no contestó.
― ¿Con quién hablas, Matt? ―preguntó Jim medio inconsciente. Abrió los ojos y tuvo que verlo, pero no pareció fijar su mirada en él. Lo achaqué a la pérdida de sangre, y pronto volvió a cerrar los párpados.
―Alguien que quizá pueda ayudarte.
El hombre puso las manos sobre la herida de Jim. No hubo brillo mágico, ni palabras elevadas, ni tampoco oraciones, simplemente cerró los ojos y entonces la herida empezó a cerrarse. La bala fue escupida por el propio cuerpo como un desecho, cuando terminó no quedaba rastro de la herida, como si nunca hubiera existido.
―¿Cómo..? ―pregunté sin terminar de asimilar lo extraordinario que había presenciado. Un milagro.
―Ha perdido mucha sangre, la ambulancia arreglará eso. Ahora falta la chica, ¿vienes? ―habló con el magnetismo de un imán, lo seguí sin decir nada más hasta la muchacha cuyo novio lloraba sobre su pecho. Con delicadeza apartó el novio, este no reaccionó, atónito, esperando lo imposible y ocurrió. El hombre sanó a la joven, impuso sus manos sobre la herida y esta se cerró. El novio no dijo nada, mudo, pero con ojos vidriosos de agradecimiento dirigidos a mi. El hombre susurró.
―Las dos están bien ―condenado, eso lo hizo llorar aun más.
El misterioso sanador se levantó, no dijo palabra y se dirigió a la salida. Le seguí cegado por sus milagros, tenia decenas de preguntas en la cabeza, decenas de agradecimientos. Le pedí su nombre, no respondió. Cuando le pregunté como lo había hecho tampoco obtuve respuesta. Ni siquiera se paró a atenderme, abrió la puerta del bar y se internó en la tormenta. Una fuerza irracional en mi me obligó a seguirle, Jim estaría en buenas manos e incluso así algo en ese hombre me llamaba.

Perseguí al hombre a través de la lluvia mientras hilaba callejón tras callejón. No sé porque, pero me daba la sensación que quería que lo siguiera. Andaba rápido, pero no con intención de despistarme. Sentí como la lluvia amainaba poco a poco, pero el cielo aun tronaba amenazador. Pasara lo que pasara esa noche, tenía que descubrir la identidad de ese hombre.
―¡Espere, por favor! ―le llamé, pero seguía haciendo caso omiso de mis llamadas. Empezaba a cansarme de la persecución y de algún modo decidí terminarla. El hombre pareció escucharme y se detuvo en un rincón ensombrecido de una callejuela. Me acerqué con cautela y me detuve ante él, este no reaccionó, solo pude sentir sus ojos sobre mi. La lluvia se debilitaba.
―Quería darle las gracias ―dije inseguro.
―Hice lo que se esperaba de mi ―su voz vibró en mi cabeza, familiar.
―¿Cómo lo ha hecho?¿Cómo.. los ha salvado? ―él me sonrió casi inocente.
―Tu lo sabes bien, pero no escuchas ―su voz suave se alojó en mi mente. Miró mis manos y yo hice lo mismo, las fui levantando y vi como él también alzaba las suyas, dirigiéndolas hacia mi. Entrelazamos los dedos, primero una sensación de calidez me embriagó y de repente sentí un dolor vibrante en mi estómago, como si lo agujerearan, y luego la misma sensación en mi pecho. Era como si algo me penetrara, algo pequeño, fugaz, como una bala. Sentí morir una vida en mi interior y tuve nauseas, luego regresó la calidez y supe que esa vida había regresado. Quise escuchar.
―Has estado demasiado tiempo sin oír, Matthew. Es hora de volver a escuchar ―su voz fue alejándose, hipnótica, familiar. Abrí los ojos y el hombre ya no estaba, allí donde estuviere había un gran espejo de pared y reconocí el rostro del hombre en mi reflejo. Tuve un escalofrío y alguien gritó en la oscuridad, entorné mis ojos a través de la noche. La lluvia había parado y mientras me dirigía hacia los lamentos supe que iba a ocurrir, de nuevo, algo extraordinario.

Barcelona 9 de Junio de 2008

viernes, 1 de agosto de 2008

Ampliación del blog

Buenas a todos,

Empiezo a controlar un poco más el tema este de los blog. A partir de ahora he agregado tres nuevas secciones en el blog: Links, Mi lista de blogs y Etiquetas.

Un saludo,
Sam

jueves, 31 de julio de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (6)

Capítulo ocho - El carnicero, el mercader y la doncella


Marla miraba sin comprender la tensa conversación entre el hombre bajo y gordo, la guapa chica pelirroja y su misterioso salvador. Más bien no comprendía la ausencia de esta. Laien no respondía a ninguna de las preguntas del hombre, ni siquiera con los doloroso golpes que los guardias, gustosos, le propinaban en el estómago. Marla podía ver el dolor reflejado en los ojos de su salvador, pero su rostro pétreo encolerizaba cada vez más al mercader barrigudo. La chica de cabellos rojos se había sentado junto a Marla, tenía una sonrisa preciosa y sus ojos verdes reconfortaban a la niña. La joven comprendía lo que ocurría, pero sus muecas de asco daban clara su posición respecto a la tortura a la que era sometido el misterioso jinete.
―Volvamos a empezar ―dijo tranquilamente Lear mientras daba orden a los guardias para que aflojaran la presión en los hombros de Laien. El mercader sonrió malévolo―. Tu amo, ¿quién te manda por la joya?
Laien escupió sangre directamente a la cara impoluta del mercader. Uno de los guardias golpeó con la manopla de metal en el rostro del jinete, rompiendo con seguridad un par de dientes. Lear se limpió la sangre del rostro, no dijo palabra. Se sentía seguro, a salvo, todo lo contrario en el violento episodio acaecido en su despacho dos días después. Los guardias lo encontraron encogido en una esquina, tiritando de miedo y con una olorosa marca a orina en sus pantalones. Esa humillación debía ser reparada, aunque fuera con los medios más indignos y porque él tenia el dinero para permitírselo.
―Eres repugnante, Bren-Na ―bufó con una sonrisa maligna Laien. El mercader se volvió, inflado como un pavo real.
―¿Y tu no lo eres? Sé quien eres, señor Kainoh. Un reguero de muerte dejas en Lenya y no tuviste obstáculo en empezar aquí, en Eynea, dejando esos muertos en la posada y al pobre Maine Roverus. El Demonio Carnicero, así te llaman en tu tierra. Si tan repugnante soy, asesino, sin duda tu debes ser el mismo Amal encarnado. Te lo volveré a preguntar, Kainoh. ¿A quién sirves?
―Vete al infierno.
Una sucesión de nuevos golpes sacudió el cuerpo del jinete. Algunas costillas crujieron en el proceso, Laien no pudo evitar soltar un gemido de dolor. Lear sonrió satisfecho.
―¡Basta! ¡Basta! ―chilló Marla zafándose de los guardias y abrazándose a Laien―. ¡Lo vais a matar! ¡Lo vais a matar!
―¿Quién ha dejado entrar a esta mocosa aquí? ¡Que la saquen de aquí inmediatamente! ―rugió Lear echando pestes sobre los guardias.
―¡No! No me separaré de él. Me salvó. ¡Me salvó de esos hombres y yo le voy a salvar de vosotros!
Los guardias rieron mirándose los unos a los otros. El más cercano acercó la mano para agarrar a Marla por el pelo, pero de manera sorprendente la muchacha flexionó las piernas alejándose del guardia.
―¡Cogedla!
Hasta tres de los cuatro guardias se abalanzaron sobre Marla, pero la chiquilla era endiabladamente rápida. Esquivó cada embestida con naturalidad, de una manera casi armónica moviendo el cuerpo como una bailarina. Al primero le mordió un dedo hasta casi arrancárselo y a otro tuvo tiempo de dejarle un mal recuerdo en las partes nobles, Laien creyó que si no hubiera sido tan reducido el espacio de la sala de tortura podría haberse escapado. El tercer guardia cayó sobre Marla, cogiéndola del cuello, se agitó como un salmón en el cebo, pero ya no pudo liberarla.
―Llevárosla al calabozo. Esta necesita unos cuantos azotes para que aprenda ―mandó el jefe de los guardias. Lear asintió satisfecho y volvió a prestar atención al jinete, que no había cambiado el gesto de indiferencia.
La sesión continuó. De Laien no sacaron más que unos pocos gemidos de dolor favorecidos por la rotura de algunas costillas y el aplastamiento de su muñeca desgarrada. Todo ese dolor lo soportaba estoicamente, un dolor necesario, un dolor irrisorio con el sufrido antes. Lear se desesperaba, en su rostro se podía ver que él tampoco disfrutaba de ello, que era un hombre acostumbrado a obtener aquello que deseaba sin esperar mucho por obtenerlo. En cambio los guardias eran como lobos disfrutando con un venado herido. Todo esto lo observaba Maiah, callada en un rincón, y con los ojos clavados en el jinete. A su padre le extrañó que le pidiera acompañarle, pero su padre siempre hacía lo que ella le pedía y pocas veces se negaba. Esta vez no fue distinto. La mujer sentía un fuerte vínculo con el llamado Kainoh, una sensación agridulce que la reconfortaba cuando estaba en presencia de él. Al final Maiah impuso su voz.
―No le vas a sacar nada así, padre. Esta claro que no hablará. Es tozudo como un enano gris. Déjame hablar con él, a solas. Sé que a mi me contará lo que deseas saber, no hará falta más sangre en el suelo. Ya se han divertido suficiente estos perros a los que llaman guardias.
Lear miró a su hija con evidente preocupación.
―No es seguro dejarte a solas con este... monstruo, Maiah. Él dijo que te haría cosas terribles si tenía la oportunidad.
―Sé lo que dijo. Estaba escuchando, aunque sin esfuerzo podía oírse como te amenazaba a ti, a madre y contra mi virtud. Me da igual, quiero hablar con él. Si no habla tendrás una excusa más para mandarlo al cadalso o entregarlo a los magos para que lo examinen.
―Los magos ―bajó la voz―. Estarán tras la pista de este tipejo. No sé de magia, pero sé que lo que vimos en casa lo podía detectar hasta un aprendiz. Sé breve y cuidadosa, hija. Te dejaré un guardia para que vigile.
―He dicho a solas, padre. No quiero a nadie aquí.
A Lear se le encogieron los ojos. Miró a su niña hecha mujer y temió por ella. Echó pestes sobre la educación demasiado liberal que le había dado a su hija, pero ya era demasiado tarde. Se parecía demasiado a él y sabía que aunque se negara terminaría haciéndolo de un modo u otro.
―Esta bien, Maiah. Pero solo diez minutos. A los diez se terminó este juego, ¿queda claro?
―Queda claro, padre. Ah, una cosa más. Traed a la niña aquí, quiero tenerla cerca para que nadie se pase un pelo con ella.

La sala se quedó grande para los tres. Los guardias murmuraban blasfemias y juramentos hacia el posible destino de Laien. Marla se sentó en una silla, mirando el masacrado cuerpo del jinete en silencio. Maiah no estaba sentada, se quedó de pie, mirando a los ojos de Laien. Ambos sintieron un escalofrío.
―¿Quién eres? ―se decidió a preguntar la muchacha sin apagar su verdosa mirada―. Tengo la sensación que nos hemos visto en algún otro momento. Lugar.
Laien no respondió y miró a un lado. Maiah se mordió el labio inferior sin apartar la mirada del jinete.
―¿No respondes? ¿Prefieres que esos brutos vuelvan para terminar el trabajo? Si es eso lo que quieres puedo hacerlo. Solo has de pedirlo o mostrármelo con tu silencio.
Hubo otro silencio. Maiah se resistía a avisar a los guardias.
―No lo sé. Dímelo tú. ¿Quién soy?
―Tampoco lo sé. Pero siento calidez, cerca de ti. Una sensación extraña que nunca antes sentí.
Laien se resistió a admitir la misma sensación. Los ojillos curiosos de Marla saltaban de uno a otro, pero mantenía quieta la lengua.
―Lo sé.
―¿Por qué nos amenazaste? ¿Qué es tan importante para matar por ello?
Laien volvió al silencio.
―Callas. ¿No sacaré nada más? ¿Darme por vencida? Si es así me iré. Si eso deseas saldré por esa puerta para que vuelvan a coserte a golpes.
Maiah se levantó decidida y miró al portón. Dio un paso hacia la puerta.
―No recuerdo quien soy. Donde nací. Quienes son mis padres. Ni hermanos, primos o hijos. Mi mundo se limita a las sombras anteriores a renacer desnudo en un campo de arroz en medio de Lenya hasta este momento. He matado gente, he robado, he engañado y he asesinado a sangre fría. No me arrepiento de nada. Soy aquello que me llaman, un carnicero. ¿Por qué? Por venganza. Busco la venganza a través de la sangre de mis víctimas. Mírame. No podrías decirme que edad tengo, ni que cicatriz fue anterior a otra. Mis ojos han perdido el color de la vida y mi cabello en gris como el de un anciano. He caminado durante setenta años a través de la muerte, sin vacilar, sin remordimientos. Hombres, mujeres, niños y ancianos han sido mis pasos. Sin piedad. Sin cuartel. En nombre de la venganza soy el monstruo que busca a su igual. Dime, doncella que siente calidez a mi lado, ¿qué buscas? ¿un compañero? ¿alguien que te comprenda? Perdí la sensibilidad el mismo día que estrangulé a un niño de cinco años con mis propias manos. Busca a otro a quien ayudar, porque mi alma es tan oscura que aunque fuera iluminada por la Luz de Eldor solo serviría para ver más claramente mis atrocidades.
Maiah se quedó callada. No quiso mostrarlo, pero aquello que aquel hombre atado a una silla y lleno de cardenales le repugnó. Marla se removió nerviosa en su silla, miraba con ojos encogidos al jinete que había bajado la cabeza. La hija de Lear tomó delicadamente la mejilla de Laien hasta la altura de sus ojos. El corazón de ambos palpitaron desbordados.
―No puedo odiarte. Tus palabras, tus actos. Eres un monstruo, un diablo encarnado. Y no puedo odiarte, ¿por qué? ¿por qué tus palabras no me repugnan? Tiemblo al pensar en lo que eres, pero no tengo odio. Solo miedo. ¿Por qué?
Marla escuchó como el jinete respondía con voz áspera. A su vez Maiah encontraba fuerzas para contestar con delicadeza al jinete. La pequeña no comprendía nada de aquello. El demonio al que quería dar muerte el jinete, la joya con la que pretendía usarse para tal fin y su largo camino de sangre a través de Lenya. Para Marla sólo había un hombre con ninguna razón para vivir y demasiadas para morir y a su lado una joven muchacha que se estremecía al escuchar la sangrienta historia del jinete venido del sur.

martes, 29 de julio de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (5)

Capítulo siete - En sombras

Algo se mueve, Laien. Algo ha ocurrido. Lo sé, Kainoh, algo que no habíamos previsto. No importa, no será más que un ligero contratiempo. El plan aun puede cumplirse. No me refiero a eso, Cosechador, una fuerza desconocida, un poder ajeno a Bazalbuferr ha entrado en escena. ¿Cómo lo sabes, Kainoh? Lo intuyo, esa hembra, la hija del mercader. Percibí una gran energía oculta en su interior, latente. ¿Ahora tienes miedo, demonio? Ten cuidado, Cosechador, escoge bien las palabras con las que te diriges a mi. Tu voluntad aun está subyugada a la mía. Y la de los dos está sujeta a la de Bazalbuferr. Kainoh, si quieres liberarte de mi y yo de ti debemos olvidarnos de poderes ajenos a lo que nos contempla. No debemos apartarnos de nuestro objetivo. Cierto, pero seamos cautos, esa hembra tenía un potente vínculo.. contigo. No recuerdo nada de mi pasado, demonio, pero sí sé que han pasado cien años desde entonces. Cualquiera que me conociera o murió o se olvidó de mi, esa mujer ya no es relevante. Aun así es intrigante, Cosechador, noté tu espíritu inquieto cuando esa mujer se nos acercó. Olvídate de ella, céntrate en nuestro objetivo. Como desees, Cosechador.

El jinete abrió los ojos en una sala de paredes rugosas, humedad insana y murmuro de roedores. La celda era grande, dentro habían más presos, cinco hombres y tres mujeres. Una de las mujeres era una niña que aparentaba unos ocho años. La pequeña estaba encogida en un rincón, abrazando sus rodillas y mirando con temblor el suelo. Se la oía sollozar tras sus cabellos azabache. Delante de ella se erguían dos hombres, uno alto y con cara de rata y el otro de generosa barriga. Ambos la miraban con malicia ante la indiferente mirada del resto de los presentes, pero al jinete no le resultó indiferente.
―¿Tienes miedo, pequeña diablilla? ―dijo el alto. Su compañero repasó el delgado cuerpo de la niña. Ella no respondió.
―Tranquila, sabremos como cuidarte ―dijo el gordo, su compañero rió mostrando su colección de dientes negros ―. Muy bien, chiquilla.
La niña no respondió, el gordo acercó las manos y la tomó de los brazos. Ella trató de zafarse, no pudo.
―¡Dejadme! ¡Socorro! ―los hombres estallaron en carcajadas, al terminar el gordo le dio una sonora bofetada.
―Cierra el pico, zorra. Aquí nadie te cuidará mejor que el tío Ramus y el tío Zhain ―inquirió mientras la inmovilizaban. El alto la abrió de piernas y empezó a bajarse los pantalones. La niña no se resistió ni podía, tumbó la cabeza mirando al vacío, a la nada. Ese vacío y esa nada quisieron que fuera el jinete, que le respondió con la mirada. Laien sintió un escalofrío, Kainoh supo que algo le ocurría. Un sentimiento ahogado en penumbras afloró en el hombre, duró poco, muy poco, pronto regresó a la penumbra. Pero duró lo suficiente.
―¡Ábrete de piernas, puta! ―ladró el tío Zhain― ¡Qué la tengo gorda para ese chocho tan menudo!
El hombre de prominente miembro se puso rígido. Una desencajada mueca se dibujó en su rostro, empezó a gotear sangre y luego fue un chorro. De su nuca brotó una fuente que se precipitaba al suelo, la niña empezó a chillar. Laien sacó los dos dedos encajados en el cuello del alto. Salió más sangre. Tío Zhain se derrumbó sin vida ante la aterrada mirada de su compañero.
―¡Asesino asqueroso! ―rugió el alto tratando de patear a Laien que estaba acuclillado junto al cuerpo.
El jinete fue más veloz. Esquivó la patada dando una perfecta voltereta de espaldas, el gordo se volvió hacia él y encadenó una sucesión de puñetazos que el jinete sorteó con facilidad sobrenatural. El gordo estaba curtido en peleas, pero eso era para el estándar humano. Los reflejos del jinete anticiparon un golpe tras otro, cada movimiento de piernas, cada quiebro, como una perfecta máquina engrasada. Laien se agazapó como una serpiente encogida para dar su letal mordisco, pero entonces regresó el dolor. El antebrazo derecho despertó, la carne desnuda palpitó frenando el contraataque y el gordo aprovechó esos segundos. El tío Ramus propinó una potente patada en la cabeza del jinete.
―¡Ja! ―exclamó satisfecho, pero la satisfacción desapareció de repente. La punta del pie había conectado con el parietal del cráneo, esa patada hubiera tumbado al más fornido. Pero Laien solo había retrocedido unos pasos, volviendo la cabeza hacia atrás, notando que únicamente descendía un hilo de sangre. Restableció la cabeza en su sitio, haciendo crujir los huesos, y observó al gordo que estaba petrificado. Este vio los ojos rojos del jinete, ya no habían pupilas, ni iris, sólo un fantasmal brillo carmesí. Tío Ramus no vio nada más. Laien fue rápido y en un instante se ubicó ante el cuerpo rechoncho de su adversario. Con un gesto arrancó los ojos de sus cuencas, sin dejarlo caer se deslizó a sus espaldas y perforó dos veces. Dentro de la carne sus uñas se convirtieron en garras, atravesando carne y hueso hasta sus pulmones. Para cuando el jinete terminó el gordo ya hubo muerto mucho antes de derrumbarse. La niña aun lloraba, pero estaba callada y los demás presos supieron que no debían meterse ni con la pequeña ni con él.

―¿Y dices que localizó un crecimiento de actividad mágica en la casa del mercader Brennus?
―Sí, milord. Luego se volvió a repetir en los calabozos de la guardia. La misma huella arcana.
―¿De qué naturaleza se trata?
―Es extraña, milord. Los astromantes de la Ciudadela nos dieron lecturas incompletas. Sin duda se trata de naturaleza demoníaca, pero hay también el rastro de un genuino, también una tercera fuente, desconocida.
―¿Cómo que desconocida? Los astromantes deberían como mínimo darnos una huella parecida a la de su archivo mental.
―La astromancia no es infalible, milord. Demasiadas variables, los hilos telúricos de la zona, los nodos artificiales de la escuela, la conjunción de las estrellas... Demasiadas variables.
―¡No quiero oír excusas, Arguzeus! Sea lo que sea, ese algo ha llegado a Émpora sin que nos diéramos cuenta. Aquí, en la capital de la magia de Eynea. Esto es inaudito, inconcebible.
―Lo lamento, milord Chialaman. Tanto los astromantes y los auramantes trabajarán prestos en averiguar más acerca de esta fuente.
―Déjalo, habrá tiempo para corregir su incompetencia. Me interesa la fuente, esa huella y tenemos que adelantarnos antes de que otros lo hagan. Envía a Stratopolos a por él.
―¿Vivo o muerto, milord?
―Preferiblemente vivo, Stratopolos sabe que cobra el doble por pieza viva.

A media tarde, al menos eso se creía por los ronquidos del guardia, la niña se acercó a Laien. Tras las dos muertes la guardia entró en la celda. A continuación interrogaron a los presos, pero sin demasiado éxito ni interés por su parte. Mejor que se mataran entre ellos, menos trabajo para el verdugo, pensarían. La niña había permanecido en silencio, encogida en su rincón sin articular palabra desde las muertes de tío Ramus y tío Zhain. El jinete la había rescatado, pero tras esa supuesta heroicidad no hubo más, se apartó enseguida a un lado sin decir nada. Ella vio esos dos ojos rojos, la sonrisa de satisfacción al dar muerte, casi le dio más miedo su propio salvador que sus violadores. Casi. El jinete estaba sentado en un rincón, apoyando la espalda en una pared húmeda poblada de moho y arañazos, parecían humanos. La niña se sentó cerca de él, pero lejos del alcance de sus manos, a ellas sí les tenía pavor.
―Gracias... por salvarme ―murmuró lo suficientemente alto para que la escuchara.
Él no respondió, ella continuó.
―¿Cómo te llamas? Yo Marla ―la niña miró detenidamente a Laien, ya no parecía tan amenazador.
Él seguía sin responder.
―No hablas mucho.., ¿Estás enfadado con alguien? ―Marla continuó hablando durante un rato sola, cuando vio que el jinete no contestaría se dio por vencida. Se volvió a acurrucar y cuando estuvo dormida se derrumbó a un lado, terminó apoyada sobre el hombro de Laien. El jinete la miró unos instantes, sintió calidez. No la despertó.

Ya atardecía, pero la perpetua noche de la celda rompía ese contacto tan cotidiano con la realidad. A lo largo de la tarde llegaron dos presos más. Un hombre bizco y un inquieto mediano. El bizco hizo buenas migas con el contio, probablemente tenía alguna tara mental. La relación se basaba en las casi crueles burlas del mediano hacia él y el bizco riéndole las gracias. Laien continuaba inmóvil, sentado en su rincón y Marla se había despertado. La niña trató de arrancar alguna palabra a su distante salvador, pero sus monólogos eran las únicas voces en ese lado de la celda. De vez en cuando él la miraba, ella veía en sus ojos alguna clase de respuesta dándose por satisfecha. Luego seguía su conversación de una sola voz.
Al rato se oyeron voces. Venían de fuera, del pasillo, parecía una discusión. Una de las voces era de los guardias, la otra le parecía familiar y luego Kainoh percibió una presencia, advirtiendo a Laien desde el subconsciente. El chirrido metálico de la puerta al abrirse obligó a todas las mirada dirigirse a ella. Apareció el carcelero haciendo sonar las llaves.
―¡Kainoh de Ibrim! ―escupió un gargajo a un lado mientras esperaba respuesta. El jinete se levantó, se acercó al carcelero.
―¿Eres tu? ―preguntó, pero no espero respuesta, impaciente―. Sí, lo eres. Han pagado tu fianza, eres libre.
El jinete lo midió con la mirada, luego se volvió hacia Marla. La niña lo observaba con ojos menudos, percibió en ellos el miedo a volver a estar sola. Regresó esa sensación.
―La niña. Se viene conmigo ―dijo frío al carcelero. El hombre rió levemente jugueteando con las llaves.
―Esa cría ha de cumplir su condenada. Aun debo enseñarle bien cual es su lugar, a base de golpes de vara y de pito.
Laien lo volvió a mirar, pero sus ojos fueron los de Kainoh. El carcelero se puso rígido.
―La niña. Se viene conmigo ―repitió.
―Claro, claro. Que se vaya contigo. ¿Qué me importa a mi? ―al carcelero le temblaba la voz, Kainoh apagó su mirada y retornó al subconsciente de Laien. El jinete se volvió hacia su protegida.
―Marla, vamos.
Esas fueron las primeras palabras que su salvador le dirigía. No había sonrisa, ni calidez, solo un timbre frío e inerte. Aun así para Marla sonaron dulces y reconfortantes. La niña se acercó a Laien, reprimiendo saltar de alegría. Se les condujo a una sala que parecía la oficina de la cárcel. Había una mesa, algunas sillas y una ventana por la que se filtraba un rojizo atardecer. En la misma había un hombre bajito y rechoncho, pero de mirada inteligente. También había una chica, mayor que Marla, de melena pelirroja y ojos verdes, muy guapa. Vio a Laien ponerse en guardia, Marla supo enseguida que él ya los conocía. Diría más, los esperaba.

viernes, 25 de julio de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (4)

Capítulo sexto - Regalo


A la mañana siguiente el viento ya no soplaba. A cambio el cielo se había envuelto en un mantel de oscuras nubes. Lloviznaba, sonaban lejanos truenos, hacía mucho frío. Las gotas repicaban sobre las tejas formando improvisados canales que se precipitaban al vacío. Lear no salió al balcón esa mañana, estaba ocupado con Hannah, la asistenta de su esposa, en la cama. En la sala de música, la más lejana a la cámara del matrimonio Brennus, la esposa del mercader, Claudia, realizaba sus prácticas diarias con el clavicordio. Demasiado lejos para oír las notas de soprano que jadeaba Hannah encima de su marido. Claudia era una excelente música, tenía una inclinación natural para la música del período preeyneo y no era extraño que amistades y nobleza requiriesen de sus artes en diversos eventos sociales. Esa mañana el clavicordio sonaba en melodía triste, amarga. Poco después el jinete venido del sur se detuvo ante la puerta principal. Las aldabas de la residencia tronaron amenazadoras.
―Lo siento, señor, pero el señor Brennus está ocupado ―el mayordomo, un hombre maduro y de nariz afilada, regalaba excusas al jinete, parado en el umbral de la puerta. El buen criado no se dobló ni dibujó una mueca al oírse el enérgico y orgásmico chillido de Hannah.
―Es imposible. El señor Brennus tiene algo que me pertenece, Deseo recuperarlo sin falta.El mayordomo lo volvió a mirar de arriba a abajo, inquisitivo.
―¿Cómo decía que se llamaba su persona?
―Kainoh, Kainoh de Ibrim.
―Bien, Kainoh, señor Kainoh. Déjeme su hospedaje en Émpora y haré llegar presuroso su mensaje al señor Brennus.
El jinete Kainoh lo miró a los ojos, su paciencia se agotaba.
―Usted no entiende. Debo verlo ahora, de inmediato. Sin demora ―el mayordomo alzó su alargada nariz con arrogancia.
―Lo entiendo perfectamente, señor Kainoh, pero no puedo hacer más por usted. Deje aquí su... ―los ojos del jinete ardieron con furia, cortando el discurso del criado.
―Entonces lo haremos por...
Una tercera voz entró en escena interrumpiendo a su vez al jinete.
―¿Qué está ocurriendo aquí, Gael? ―interrumpió la tercera voz, seductora y femenina. Gael el mayordomo se volvió rápidamente y se inclinó. Kainoh pudo ver a una mujer de delicada belleza. Una melena roja se precipitaba sobre sus hombros y dos esmeraldas que tenía por ojos se posaron sobre el jinete. Vestía de manera sencilla, una camisa azul claro abrochada hasta el cuello, una falda que caía hasta sus tobillos del mismo color y zapatos verde oscuro.
―Señorita Maiah, dice ser un amigo de vuestro padre. El señor Brennus esta ocupado, pero el señor insiste en verlo y... ―una vez más alguien se vio interrumpido.
―Mi padre esta repasando los bajos a Hannah. No creo que eso sea demasiado importante como para ignorar la petición de nuestro visitante ―la delicada flor mostró sus espinas. En un fugaz movimiento, los ojos de ella se posaron en los de Kainoh. El jinete se estremeció. Una fuerza invisible lo atenazó. Esa fuerza era miedo. Algo dentro de él estalló, algo dormido. Algo peligroso para Kainoh.
―¿Cómo os llamáis? ―la pregunta de Maiah hizo reaccionar al jinete recuperando el control sobre si mismo.
―Kainoh de Ibrim, señorita ―sus palabras perdieron su frialdad, pero no su dureza. Kainoh se obligó a si mismo a controlarse. Lo consiguió. Céntrate, pensó Kainoh, eres inmune a las artes mágicas de esa clase. Esta bruja no puede ponerte en un aprieto, eres demasiado fuerte para su voluntad. Conozco esa bruja, una voz en su cabeza se impuso y luego regresó el vacío.
―Kainoh ―paladeó el nombre con suspicacia. Se volvió al mayordomo― Déjale pasar, Gael. Ya que te escondes como un oak domesticado iré yo a avisar a padre.
―Gracias, señorita Maiah. Muchas gracias ―se obligó a responder Kainoh.

Lear Brennus estaba sentado tras un escritorio poblado de libros de contabilidad, plumas ennegrecidas en tinta, pergaminos variados y un candelabro. Los libros se apilaban a un lado de la mesa, flanqueados por diversos pergaminos a medio escribir o aun por empezar. Las plumas escrupulosamente abocadas en sus tinteros rodeaban el candelabro de plata. El mercader no era alto, lo que suponía que tenía que perderse en esa fortaleza de cuentas y cálculos, pero no era así. El señor Lear había mandado hace unos años hacer una silla especial para él. La silla tenia el respaldo de terciopelo rojizo y de altura mayor que una de normal. Al señor Lear no le gustaba admitir que para subirse a ella precisaba de una escalerita adosada a la silla, pero nadie lo comentaba ni se fijaba en eso cuando estaban en su presencia. Era lo que tenía ser rico. Sentado en la silla dominaba la situación de su despacho, amplio, con ventanal a sus espaldas y junto la puerta un círculo de sillones decorados con cojines púrpuras y malvas. Kainoh se sentaba en una silla delante del escritorio del señor Lear, a sus espaldas, sentadas entre los cojines púrpuras y malvas, estaban la hija y la esposa del señor Lear. El hombre de negocios se enorgullecía al afirmar que no tenía secretos para su familia.
―Eso es todo, Hannah. Gracias por tus servicios ―dijo señorial a la asistenta de dorada testa. Ella le sonrió pícara, lejos de la atención de Claudia Brennus―. Puedes retirarte.Hannah hizo una elaborada reverencia y se retiró de la estancia. No pudo ver la mirada de odio de Claudia, pero la esposa no dijo nada. Cuando se hubo marchado el mercader se puso serio, luego miró al jinete con ojos inquisitivos. Esa mirada le recordó a Kainoh a la del mayordomo de la casa. Buen aprendiz, pensó el jinete mientras le mantenía la mirada.
―¿Y bien, señor Kainoh? ¿Qué es tan importante para requerir mi ocupada atención? Espero que sea importante.
―Lo es. Tenemos un socio común. Este le confió una joya a su padre y le dijo que a su tiempo vendría a reclamarlo. Hoy he venido a reclamarlo en nombre de su socio ―el rostro del señor Lear no cambió. Sus ojos sí.
―¿De qué joya se trata? ―preguntó manteniendo el porte burgués.
―La Gema de Ánima.
El señor Lear era un veterano mercader. La palidez de su rostro apenas duró escasos instantes. Hubo un largo silencio, luego examinó unos pergaminos de un cajón, tosió, volvió la palidez y se volvió a ir.
―¿Cómo sé que venís de su parte? ―el jinete mantuvo la mirada.
―No podéis ni tampoco querréis comprobarlo. Dadme esa gema y marcharé.
El hombre repasó de nuevo los documentos. Miró a su esposa y a su hija, frunció el ceño preocupado.
―Yo... yo no puedo daros la gema. No sin saber del cierto que venís de parte del socio de mi padre.El mercader se removió inquieto en su regia silla. Claudia lo advirtió.
―¿Ocurre algo, marido mío? ―preguntó fingiendo preocupación.
―Nada, Claudia, cariño. Es solo... solo ―las palabras se atragantaron cuando su mirada se volvió a cruzar con la oscuridad de Kainoh―. Un caso complejo. Nada más. Hazme un favor, salid tu y Maiah. Esto requiere privacidad.
La esposa enarcó levemente una ceja, pero hizo caso. Maiah miró a Kainoh y el jinete volvió a estremecerse. Notó una calidez sobrenatural, y un sentimiento amargo le siguió a la calidez. Melancolía. Dolor. Cuando las mujeres salieron Kainoh recuperó el control sobre si mismo. Antes de que el señor Lear retomará la conversación, el jinete tomó la iniciativa. Había perdido la paciencia.
―Dame esa joya, mercader. De lo contrario esta mansión será conocida como una tumba. La cripta de los Brennus. Empezaré por tu mujer. Le arrancaré el corazón mientras aun esté consciente. Cuando grite se lo meteré en la boca y se ahogará con él antes que su cuerpo lo eche en falta. A tu hija le desgarraré el vestido, la tumbaré sobre tu mesa y haré que... ―un penetrante dolor en la cabeza aulló en Kainoh.
Nos ha localizado, pensó el jinete llevándose las manos a la cabeza. El señor Lear estaba paralizado. Una mezcla de terror y confusión ante los acontecimientos lo habían fijado sobre su silla. Kainoh se llevó las manos a la cabeza. Fue sacudiendo el cuerpo con violencia, llevándose los libros de contabilidad, pergaminos y plumas de punta ennegrecida. En la cabeza algo había estallado en mil pedazos, su mente combatía feroz ante una horda de dolorosas sensaciones. Sus ojos exudaron un rojizo demoníaco, sus labios se curvaron malignamente. Duró poco, Kainoh recuperó el control de si mismo. En un instante de ventaja alguien en el interior de Kainoh, ni él mismo ni demoníaco, logró articular una advertencia.
―Vete y cierra la puerta. Huíd de la casa. ¡No puedo controlarlo! Ugh... ―el dolor volvió a cargar sobre el jinete. De repente ante el ventanal se reunió una sombra viviente, impidiendo atravesar la luz del sol, y de ella surgió un coro de llamas en las que se dibujó una tenebrosa silueta. El señor Lear salió disparado de su silla contra una pared y se quedó inmóvil. La silueta habló en oscura lengua. Kainoh respondió con la misma lengua, con ira. Pronto se oyeron golpes al otro lado de la puerta acompañados de voces de preocupación.
―¡Déjame en paz! ―gritó esta vez Kainoh. La silueta dibujó una tenebrosa sonrisa. Los golpes al otro lado iban en aumento, igual que el calor en la sala y la furia del jinete. Sin vacilar Kainoh desenvainó la espada oxidada, recitó palabras arcanas. La hoja empezó a brillar. Era una luz oscura, de ligero tono morado, con la luz acudió un coro de llantos como si todas las almas de los Páramos se congregaran alrededor de la espada. De la empuñadura surgieron media docena de zarcillos rojos, como venas, que se enlazaron con la muñeca de Kainoh, filtrándose dentro de su propia carne. Cuando los zarcillos de la espada estuvieron unidos a la muñeca del jinete, empezó a correr sangre a través de ellos, convirtiéndose el arma en una extremidad más de Kainoh, la hoja se tornó negra. El jinete acuchilló con la mirada a la silueta endemoniada.
―Ni por todas las eras de este mundo podrás escapar, Cosechador. Tu eres mío ―habló en lengua oscura el ser. Kainoh no escuchó, cargó. El combate fue fugaz, no llegaría ni a llamarse así, pues apenas hubo. El jinete descargó la espada sobre la aparición, pero una fuerza invisible rechazó el ataque despidiendo el arma a la otra punta de la habitación. El golpe arrancó de cuajo la espada de la mano del jinete, desgarrando tejido y músculo del antebrazo. La espada aullante calló, sin su comunión con su portador volvió a convertirse en espada oxidada.―Eres interesante, Cosechador. Siempre lo fuiste. Tu fuerza mágica es mayor de lo que creía. Has convertido a tu guardián a tu causa incluso, eres asombroso. Fuiste una excelente elección ―se jactó mostrando una penumbra de colmillos―. Aun siendo un perro traidor, puedes ser aun muy útil.Kainoh maldijo en voz baja y su mente se apagó. En su lugar surgió otra, una desolada y cargada de odio hacia el ser demoníaco. La voz temblaba de malignidad.
―Jamás te serviré, Bazalbuferr- gruñó desafiante.
El demonio estalló en carcajadas.
―¡Tú! Hacía décadas que no oía tu patética voz, mortal. Pensaba que tu guardián habría consumido ya tu voluntad, que ya erais la misma entidad. Veo que me equivoco de nuevo. Único, sin duda ―el ser dirigió su mirada al jinete. Hubo un largo silencio, ninguno de los dos habló. Las voces del otro lado de la puerta se habían silenciado, solo el goteo de sangre que fluía de la carne desgarrada de la muñeca de Laien quebraba el silencio. Ahora empezaban a resonar golpes de armadura y espada, la guardia había llegado, la reacción del ser demoníaco pareció responder a su llegada.
―Único, Cosechador ―repitió Bazalbuferr―. Tú estás detrás de esta insignificante revuelta contra mi. Me pregunto como habrás convencido a tu guardián para traicionarme. Es irrelevante, pronto vendré a buscarte, Cosechador. Nadie escapa a su destino ni a mi, ni siquiera tu arrogante persistencia te salvará. Recuérdalo. Eres mío.
Las llamas se consumieron dejando una oscura mancha donde estuviera la silla del señor Lear. El jinete cayó de rodillas, debilitado por la pérdida de sangre. Sus ojos se apagaron, Laien regresó a las tinieblas y Kainoh retomó el control. Nada pudo hacer el guardián, cuando las puertas se abrieron la guardia eynea se abalanzó sobre él. No opuso resistencia, entonces Kainoh también se perdió en tinieblas.

lunes, 21 de julio de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (3)

Capítulo cuatro - El jinete del sur


La tormenta afloraba traicionera tras las montañas de mármol. Amanecía. Era un amanecer amenazador, de rimbombantes colores carmesí y azul oscuro. El riachuelo que discurría junto al camino se iba retorciendo. Cada vez más, tal como si la propia tormenta lo asustara. Pronto su agua murió, precipitándose en alguna fuente subterránea, pero el camino seguía. Y no parecía tener fin. El jinete iba lanzado, inclinado lo máximo para aprovechar el viento a su favor. Vestía capa y capucha oscuras, un jubón marrón y botas recias de jinete. Miraba al frente, fijando su penetrante mirada al horizonte que empezaba a clarear. Cabalgaba solo. Cabalgaba solo bajo la tormenta.
Al cabo de una hora de viaje las nubes negras ya iban quedándose atrás. El camino arañado por ruedas de carros y herraduras de caballos y bueyes empezaba a ampliarse. No aminoró el paso, el caballo no mostraba signos de cansancio, era buen animal. De nuevo un riachuelo se posaba al lado del camino, este era más firme, más caudaloso y arrogante. En el lado opuesto podía verse un bosque de cañas que ocasionalmente se movían por la acción de algún animal. Había una verdina repugnante que flotaba a ambos lados del río, algunos flores de nenúfar que desafiaban con su belleza la verdina. Alguna que otra rana croaba y algunos patos chapoteaban buscando sustento en las aguas en calma. Patos domésticos, estaba llegando. El jinete levantó la mirada y vio la estacada de una posada en el camino, más allá muros de piedra que indicaban que Émpora estaba cerca. El jinete entró en la empalizada, bajó del caballo y se lo entregó a un mozo de las cuadras. El lugar era deprimente.
El olor a estiércol, a meados de borracho y alcohol mal destilado creaba una atmósfera digna de las peores barriadas de una gran ciudad. Habían cuatro guardias, dos por cada una de las dos puertas, norte y sur, todos ellos llevaban cosidos en sus jubones el símbolo del dragón de plata. Soldados del ejército eyneo. Luego la escena perdía. Borrachos tirados en el suelo, otros que salían cojeando o tambaleándose de la posada. Prostitutas que soñolientas contaban las ganancias de esa noche. O viajeros que empezaban a despertar para seguir su camino. Muchos lo miraban, llamaba la atención. Se acercó a la entrada de la posada, esquivando borrachos, uno de los tirados en el suelo le cogió de la pierna.
―¡Una perra! Por caridad ―el borracho no obtuvo una perra, sino dos dientes menos.El jinete finalmente entró en la posada. Si fuera el olor era insoportable, dentro tumbaba al más duro. Aun había movimiento dentro. El tabernero miró al jinete, no parecía afectarle el hedor. Otros más lo miraron, Ninguno hizo nada más. El jinete se acercó a la barra de servicio.
―¿Qué tomará, viajero? ―preguntó limpiando una jarra de madera casi podrida.
―Cerveza negra ―contestó tomando asiento. El tabernero escupió a un lado. Un escupitajo verde y asqueroso.
―Una rata lényca ―gruñó mirándole con odio.
―Una rata lényca sedienta. Dame esa cerveza, ahora ―la voz del jinete era profunda, maligna, algo en ella hizo al tabernero entrar en razón. Se acercó a la montaña de barriles sin identificar del otro lado de la barra, tomó una jarra y la llenó de un espumeante líquido oscuro. El tabernero resistió la tentación de decorar la cerveza con su escupitajo. Hizo bien.

El jinete bebió con tranquilidad. No tenía prisa. No quería tener prisa y eso provocaba la inquietud de los presentes. Esa mañana tuvieron que retirar tres cadáveres y cuatro miembros cercenados del suelo de la posada.

Capítulo cinco - Émpora

Se había levantado viento. Las vaharadas golpeaban los estandartes azures y plata, bailando al son de los caprichos de Jaqoh. No mucho más se veía amenazado por el fogoso viento. Émpora no se veía amenazada, pero sentía inquietud por las sombrías nubes que asomaban más allá de las montañas de mármol. Desde el balcón de su finca, Lear Brennus contemplaba privilegiado el océano de tejados ocres y torres picudas de arrogantes colores rojizos. Sobre una de las colinas más altas del barrio de los mercaderes, la finca del rico comerciante poseía una vista única de la ciudad. Él lo sabía y su ego se lo agradecía. Durante tres generaciones de Brennus el esfuerzo y el sacrificio habían tenido recompensa. Su saga familiar procedía de Lenya, de la pequeña villa de Hanko, habían huido de la miseria al rico reino del norte, dejando atrás su patria. Lear recordaba los duros inicios que su abuelo le contaba a la luz de la chimenea. Ningún eyneo da gratis y menos aun a un lényco, decía Kaen Brennus, y tenía toda la razón. Hubieron muchos sacrificios. El primero de todos ellos fue el apellido familiar, pasó de ser Bren-Na a su eyneización a Brennus. Luego vinieron las humillaciones, los orgullos rotos y derrotas financieras, pero prosperaron. Hoy el nieto de Kaen e hijo de Lee era un magnate, de los más ricos de Émpora. Sí, su ego se lo agradecía.
Nadie volvió a preguntar sobre el incidente de la posada. Se lo achacó a unos bandidos borrachos que luego huyeron a la campiña. No esperaban que él continuara su camino a la ciudad, ni cuando destripó al último desdichado parroquiano ni cuando redujo con solo la mirada a los dos guardias, pero él continuó hacia Émpora. El jinete infundió tal miedo que pronto su presencia pasó al olvido en los alrededores de la posada. Poco tiempo pasó hasta que llegó a los muros de la ciudad de los magos eyneos.
―Alto viajero. ¿Nombre y motivos de su viaje? ―interrogó uno de los guardias de la Puerta de los Artesanos. El otro, un muchacho de no más de diecisiete años y ojos avispados, se apoyaba en la alarbada contemplando las generosas curvas de un grupo de aguadoras junto a un estanque envuelto en arbustos de bayas. El jinete se dirigió al guardia.
―Mi nombre no importa. Mis motivos no importan ―dijo con voz fría, pero terriblemente seductora. El jinete clavó sus insondables ojos oscuros en los claros del guardia. El vigilante vaciló.
―Sí.. claro ―tartamudeó. Su compañero, ajeno a la situación, charlaba con labia con las muchachas.
―Déjame pasar ―ordenó con una mirada maligna al portón. El guardia cedió, se volvió de espaldas y miró hacia arriba.
―¡Garus, maldito seas, abre la puta puerta! ―ladró enérgico. Sintió un escalofrío cuando el jinete se volvió a dirigir a él.
―Gracias, guardia.
Cuando el jinete hubo marchado, adentrándose en las laberínticas callejas de Émpora, Manus Sodis, soldado del ejército real de Eynea, volvió en si. Pudo ver como su compañero de guardia se acercaba desde los arbustos del estanque. Sonreía de oreja a oreja y se esforzaba por colocarse bien los pantalones del jubón.

La plaza del mercado rebosaba de movimiento. Los gritos de los mercaderes llamando la atención, el murmullo incesante de las mujeres que contemplaban el género, los ladridos de perros o el incesante cacareo de las gallinas apretujadas en jaulas minúsculas cargaban el ambiente. Entre ese coro de caos vocal un hombre cruzó la cara a un niño que le había estado intentando robar, casi al instante una horda de mujeres rabiosas cargaron contra el varón. El hombre tuvo que realizar una retirada estratégica cuando se vio acorralado por la turba femenina. Tuvo peor suerte, se chocó con el jinete.
―¡Oh! Lo siento, caballero.. ¡Oh! Sois un campesino ―el hombre reflexionó unos instantes. Pronto esgrimió un arrogante porte, propio de los plebeyos ricos que trataban de imitar a los nobles― ¡Oh! ¿Cómo osáis tocarme, campesino? ¡Andrajoso hijo de perra! Debería mandaros azotar. Debería... ―el artificial enojo enmudeció en un epílogo de un hilo de voz de niña. El jinete lo había agarrado del cuello.
―Busco a Lear Bren-Na ―dijo sin soltar presión del cuello del nuevo rico. Estaba temblando como una hoja, trató de decir algo, pero la fuerza de la mano del jinete le impedía articular nada claro. El jinete aflojó.
―No.. no conozco a ningún Bren-Na ―gimió asustado. Con la mirada fija, sin apartarse de los dos puntitos negros que ahora eran los ojos de nuevo rico, el jinete esperó unos largos segundos para responder.
―Mientes ―sentenció. Volvió a ejercer fuerza. Sin esfuerzo lo arrastró a un callejón, apartado del jolgorio de la plaza del mercado. Llevaba al hombre con tanta naturalidad como si este fuera un muñeco de trapo, como si el aterrado nuevo rico no pesara nada. Lo tiró al fondo del callejón. El nuevo rico gimió de dolor por el golpe contra la pared.
―Habla. ¿Conoces a Lear Bren-Na? ―el jinete desenvainó una de sus dos espadas. La hoja era oscura, salpicada de sangre seca. No parecía afilada, más bien oxidada y llena de herrumbre. Pero exudaba maldad.
―¡Esta bien! ¡Oh! Hablaré. No es Bren-Na, es Brennus, se cambió el apellido. Soy Maine Roverus, socio de... ―el jinete le interrumpió.
―No me importa quien seas. Dime donde esta, y me plantearé no sacrificarte ―su voz retumbaba maligna en los tímpanos de Maine. Le ardían de dolor, un dolor que no era natural. Maine sabía poco de magia, pero vivir en la ciudad de los magos eyneos le obligaban a tener ciertas nociones básicas, y ese hombre oscuro estaba usando alguna clase de hechizo para causarle ese dolor. El nuevo rico habló, le dijo que la finca de Brennus estaba al norte de Émpora, en el barrio de los mercaderes, sobre la colina más alta, que probablemente estaría allí. No escatimó detalles, la mayoría inútiles para el jinete.
―Dijiste que no me matarías. Te lo he dicho todo. Todo lo que sé. ¡Lo juro por Sirgga! ―el nuevo rico Maine empezó a sollozar, muy viril, eso sí― Déjame marchar, por favor.
El jinete se inclinó sobre él con una mirada carente de emoción.
―Dije que no te sacrificaría. Por ello estate agradecido ―el jinete guardó la espada oxidada y el mercader suspiró de alivió.
―¡Oh! Gracias, señor. Le prometo que no diré nada de este encuentro. Tiene mi palabra, se lo prometo por el Dragón Fundador y mi gran familia ―se apresuró a dar los nombres de sus antepasados para hacer cumplir su juramento, cuando estaba por la tercera generación de Roverus las palabras se ahogaron en su garganta. Se ahogaron en la sangre que manaba del profundo corte en su yugular. El jinete envainó la espada, esta era brillante, afilada, de buena manufactura kessarea. Se volvió alejándose. Dejaba atrás entre espasmos y murmullos inaudibles a Maine. El nuevo rico dejó de moverse al rato en el centro de un charco rojo oscuro, con los ojos desencajados mirando a la nada. El jinete había cumplido su palabra, no lo había sacrificado.