viernes, 25 de julio de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (4)

Capítulo sexto - Regalo


A la mañana siguiente el viento ya no soplaba. A cambio el cielo se había envuelto en un mantel de oscuras nubes. Lloviznaba, sonaban lejanos truenos, hacía mucho frío. Las gotas repicaban sobre las tejas formando improvisados canales que se precipitaban al vacío. Lear no salió al balcón esa mañana, estaba ocupado con Hannah, la asistenta de su esposa, en la cama. En la sala de música, la más lejana a la cámara del matrimonio Brennus, la esposa del mercader, Claudia, realizaba sus prácticas diarias con el clavicordio. Demasiado lejos para oír las notas de soprano que jadeaba Hannah encima de su marido. Claudia era una excelente música, tenía una inclinación natural para la música del período preeyneo y no era extraño que amistades y nobleza requiriesen de sus artes en diversos eventos sociales. Esa mañana el clavicordio sonaba en melodía triste, amarga. Poco después el jinete venido del sur se detuvo ante la puerta principal. Las aldabas de la residencia tronaron amenazadoras.
―Lo siento, señor, pero el señor Brennus está ocupado ―el mayordomo, un hombre maduro y de nariz afilada, regalaba excusas al jinete, parado en el umbral de la puerta. El buen criado no se dobló ni dibujó una mueca al oírse el enérgico y orgásmico chillido de Hannah.
―Es imposible. El señor Brennus tiene algo que me pertenece, Deseo recuperarlo sin falta.El mayordomo lo volvió a mirar de arriba a abajo, inquisitivo.
―¿Cómo decía que se llamaba su persona?
―Kainoh, Kainoh de Ibrim.
―Bien, Kainoh, señor Kainoh. Déjeme su hospedaje en Émpora y haré llegar presuroso su mensaje al señor Brennus.
El jinete Kainoh lo miró a los ojos, su paciencia se agotaba.
―Usted no entiende. Debo verlo ahora, de inmediato. Sin demora ―el mayordomo alzó su alargada nariz con arrogancia.
―Lo entiendo perfectamente, señor Kainoh, pero no puedo hacer más por usted. Deje aquí su... ―los ojos del jinete ardieron con furia, cortando el discurso del criado.
―Entonces lo haremos por...
Una tercera voz entró en escena interrumpiendo a su vez al jinete.
―¿Qué está ocurriendo aquí, Gael? ―interrumpió la tercera voz, seductora y femenina. Gael el mayordomo se volvió rápidamente y se inclinó. Kainoh pudo ver a una mujer de delicada belleza. Una melena roja se precipitaba sobre sus hombros y dos esmeraldas que tenía por ojos se posaron sobre el jinete. Vestía de manera sencilla, una camisa azul claro abrochada hasta el cuello, una falda que caía hasta sus tobillos del mismo color y zapatos verde oscuro.
―Señorita Maiah, dice ser un amigo de vuestro padre. El señor Brennus esta ocupado, pero el señor insiste en verlo y... ―una vez más alguien se vio interrumpido.
―Mi padre esta repasando los bajos a Hannah. No creo que eso sea demasiado importante como para ignorar la petición de nuestro visitante ―la delicada flor mostró sus espinas. En un fugaz movimiento, los ojos de ella se posaron en los de Kainoh. El jinete se estremeció. Una fuerza invisible lo atenazó. Esa fuerza era miedo. Algo dentro de él estalló, algo dormido. Algo peligroso para Kainoh.
―¿Cómo os llamáis? ―la pregunta de Maiah hizo reaccionar al jinete recuperando el control sobre si mismo.
―Kainoh de Ibrim, señorita ―sus palabras perdieron su frialdad, pero no su dureza. Kainoh se obligó a si mismo a controlarse. Lo consiguió. Céntrate, pensó Kainoh, eres inmune a las artes mágicas de esa clase. Esta bruja no puede ponerte en un aprieto, eres demasiado fuerte para su voluntad. Conozco esa bruja, una voz en su cabeza se impuso y luego regresó el vacío.
―Kainoh ―paladeó el nombre con suspicacia. Se volvió al mayordomo― Déjale pasar, Gael. Ya que te escondes como un oak domesticado iré yo a avisar a padre.
―Gracias, señorita Maiah. Muchas gracias ―se obligó a responder Kainoh.

Lear Brennus estaba sentado tras un escritorio poblado de libros de contabilidad, plumas ennegrecidas en tinta, pergaminos variados y un candelabro. Los libros se apilaban a un lado de la mesa, flanqueados por diversos pergaminos a medio escribir o aun por empezar. Las plumas escrupulosamente abocadas en sus tinteros rodeaban el candelabro de plata. El mercader no era alto, lo que suponía que tenía que perderse en esa fortaleza de cuentas y cálculos, pero no era así. El señor Lear había mandado hace unos años hacer una silla especial para él. La silla tenia el respaldo de terciopelo rojizo y de altura mayor que una de normal. Al señor Lear no le gustaba admitir que para subirse a ella precisaba de una escalerita adosada a la silla, pero nadie lo comentaba ni se fijaba en eso cuando estaban en su presencia. Era lo que tenía ser rico. Sentado en la silla dominaba la situación de su despacho, amplio, con ventanal a sus espaldas y junto la puerta un círculo de sillones decorados con cojines púrpuras y malvas. Kainoh se sentaba en una silla delante del escritorio del señor Lear, a sus espaldas, sentadas entre los cojines púrpuras y malvas, estaban la hija y la esposa del señor Lear. El hombre de negocios se enorgullecía al afirmar que no tenía secretos para su familia.
―Eso es todo, Hannah. Gracias por tus servicios ―dijo señorial a la asistenta de dorada testa. Ella le sonrió pícara, lejos de la atención de Claudia Brennus―. Puedes retirarte.Hannah hizo una elaborada reverencia y se retiró de la estancia. No pudo ver la mirada de odio de Claudia, pero la esposa no dijo nada. Cuando se hubo marchado el mercader se puso serio, luego miró al jinete con ojos inquisitivos. Esa mirada le recordó a Kainoh a la del mayordomo de la casa. Buen aprendiz, pensó el jinete mientras le mantenía la mirada.
―¿Y bien, señor Kainoh? ¿Qué es tan importante para requerir mi ocupada atención? Espero que sea importante.
―Lo es. Tenemos un socio común. Este le confió una joya a su padre y le dijo que a su tiempo vendría a reclamarlo. Hoy he venido a reclamarlo en nombre de su socio ―el rostro del señor Lear no cambió. Sus ojos sí.
―¿De qué joya se trata? ―preguntó manteniendo el porte burgués.
―La Gema de Ánima.
El señor Lear era un veterano mercader. La palidez de su rostro apenas duró escasos instantes. Hubo un largo silencio, luego examinó unos pergaminos de un cajón, tosió, volvió la palidez y se volvió a ir.
―¿Cómo sé que venís de su parte? ―el jinete mantuvo la mirada.
―No podéis ni tampoco querréis comprobarlo. Dadme esa gema y marcharé.
El hombre repasó de nuevo los documentos. Miró a su esposa y a su hija, frunció el ceño preocupado.
―Yo... yo no puedo daros la gema. No sin saber del cierto que venís de parte del socio de mi padre.El mercader se removió inquieto en su regia silla. Claudia lo advirtió.
―¿Ocurre algo, marido mío? ―preguntó fingiendo preocupación.
―Nada, Claudia, cariño. Es solo... solo ―las palabras se atragantaron cuando su mirada se volvió a cruzar con la oscuridad de Kainoh―. Un caso complejo. Nada más. Hazme un favor, salid tu y Maiah. Esto requiere privacidad.
La esposa enarcó levemente una ceja, pero hizo caso. Maiah miró a Kainoh y el jinete volvió a estremecerse. Notó una calidez sobrenatural, y un sentimiento amargo le siguió a la calidez. Melancolía. Dolor. Cuando las mujeres salieron Kainoh recuperó el control sobre si mismo. Antes de que el señor Lear retomará la conversación, el jinete tomó la iniciativa. Había perdido la paciencia.
―Dame esa joya, mercader. De lo contrario esta mansión será conocida como una tumba. La cripta de los Brennus. Empezaré por tu mujer. Le arrancaré el corazón mientras aun esté consciente. Cuando grite se lo meteré en la boca y se ahogará con él antes que su cuerpo lo eche en falta. A tu hija le desgarraré el vestido, la tumbaré sobre tu mesa y haré que... ―un penetrante dolor en la cabeza aulló en Kainoh.
Nos ha localizado, pensó el jinete llevándose las manos a la cabeza. El señor Lear estaba paralizado. Una mezcla de terror y confusión ante los acontecimientos lo habían fijado sobre su silla. Kainoh se llevó las manos a la cabeza. Fue sacudiendo el cuerpo con violencia, llevándose los libros de contabilidad, pergaminos y plumas de punta ennegrecida. En la cabeza algo había estallado en mil pedazos, su mente combatía feroz ante una horda de dolorosas sensaciones. Sus ojos exudaron un rojizo demoníaco, sus labios se curvaron malignamente. Duró poco, Kainoh recuperó el control de si mismo. En un instante de ventaja alguien en el interior de Kainoh, ni él mismo ni demoníaco, logró articular una advertencia.
―Vete y cierra la puerta. Huíd de la casa. ¡No puedo controlarlo! Ugh... ―el dolor volvió a cargar sobre el jinete. De repente ante el ventanal se reunió una sombra viviente, impidiendo atravesar la luz del sol, y de ella surgió un coro de llamas en las que se dibujó una tenebrosa silueta. El señor Lear salió disparado de su silla contra una pared y se quedó inmóvil. La silueta habló en oscura lengua. Kainoh respondió con la misma lengua, con ira. Pronto se oyeron golpes al otro lado de la puerta acompañados de voces de preocupación.
―¡Déjame en paz! ―gritó esta vez Kainoh. La silueta dibujó una tenebrosa sonrisa. Los golpes al otro lado iban en aumento, igual que el calor en la sala y la furia del jinete. Sin vacilar Kainoh desenvainó la espada oxidada, recitó palabras arcanas. La hoja empezó a brillar. Era una luz oscura, de ligero tono morado, con la luz acudió un coro de llantos como si todas las almas de los Páramos se congregaran alrededor de la espada. De la empuñadura surgieron media docena de zarcillos rojos, como venas, que se enlazaron con la muñeca de Kainoh, filtrándose dentro de su propia carne. Cuando los zarcillos de la espada estuvieron unidos a la muñeca del jinete, empezó a correr sangre a través de ellos, convirtiéndose el arma en una extremidad más de Kainoh, la hoja se tornó negra. El jinete acuchilló con la mirada a la silueta endemoniada.
―Ni por todas las eras de este mundo podrás escapar, Cosechador. Tu eres mío ―habló en lengua oscura el ser. Kainoh no escuchó, cargó. El combate fue fugaz, no llegaría ni a llamarse así, pues apenas hubo. El jinete descargó la espada sobre la aparición, pero una fuerza invisible rechazó el ataque despidiendo el arma a la otra punta de la habitación. El golpe arrancó de cuajo la espada de la mano del jinete, desgarrando tejido y músculo del antebrazo. La espada aullante calló, sin su comunión con su portador volvió a convertirse en espada oxidada.―Eres interesante, Cosechador. Siempre lo fuiste. Tu fuerza mágica es mayor de lo que creía. Has convertido a tu guardián a tu causa incluso, eres asombroso. Fuiste una excelente elección ―se jactó mostrando una penumbra de colmillos―. Aun siendo un perro traidor, puedes ser aun muy útil.Kainoh maldijo en voz baja y su mente se apagó. En su lugar surgió otra, una desolada y cargada de odio hacia el ser demoníaco. La voz temblaba de malignidad.
―Jamás te serviré, Bazalbuferr- gruñó desafiante.
El demonio estalló en carcajadas.
―¡Tú! Hacía décadas que no oía tu patética voz, mortal. Pensaba que tu guardián habría consumido ya tu voluntad, que ya erais la misma entidad. Veo que me equivoco de nuevo. Único, sin duda ―el ser dirigió su mirada al jinete. Hubo un largo silencio, ninguno de los dos habló. Las voces del otro lado de la puerta se habían silenciado, solo el goteo de sangre que fluía de la carne desgarrada de la muñeca de Laien quebraba el silencio. Ahora empezaban a resonar golpes de armadura y espada, la guardia había llegado, la reacción del ser demoníaco pareció responder a su llegada.
―Único, Cosechador ―repitió Bazalbuferr―. Tú estás detrás de esta insignificante revuelta contra mi. Me pregunto como habrás convencido a tu guardián para traicionarme. Es irrelevante, pronto vendré a buscarte, Cosechador. Nadie escapa a su destino ni a mi, ni siquiera tu arrogante persistencia te salvará. Recuérdalo. Eres mío.
Las llamas se consumieron dejando una oscura mancha donde estuviera la silla del señor Lear. El jinete cayó de rodillas, debilitado por la pérdida de sangre. Sus ojos se apagaron, Laien regresó a las tinieblas y Kainoh retomó el control. Nada pudo hacer el guardián, cuando las puertas se abrieron la guardia eynea se abalanzó sobre él. No opuso resistencia, entonces Kainoh también se perdió en tinieblas.

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