miércoles, 29 de octubre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (10)

Capítulo duodécimo – Despertar


La boca de Laien tenia un desagradable sabor a papel mojado y sus párpados estaban soldados por una pastosa costra de legañas secas. Sentía tanta repulsa que incluso antes de abrir los ojos ya tenía grabada en su rostro una mueca muy fea.
―Ya era hora, semidemonio ―dijo una voz aguda y serena. Laien tensó los músculos reconociendo la voz despertando un infernal dolor en su espalda. El gnomo Cadei advirtió el gesto.
―No te esfuerces. Si te quisiera muerto ya lo estarías, ¿no crees? No soy tan estúpido. Relájate muchacho, no estoy aquí para cazar.
Cadei no se calmó, echando un detenido vistazo a la alcoba donde había estado quien sabe cuando tiempo inconsciente.
―¿Cuánto tiempo? ―preguntó sin mirarle. El gnomo se acomodó en la silla y respondió sin ganas.
―Cinco días.
―¿Dónde estoy?
―En una finca privada. En Émpora aun. No te inquietes, los magos no pueden detectarte. Mi cliente me facilitó medios y refugio. Tras el barullo de hace cinco días eres el enemigo público de Eynea, semidemonio.
Laien se volvió hacia Cadei con la vaga intención de arañar con la mirada al gnomo.
―No me llames semidemonio. No lo soy.
Cadei alzó sus robustas cejas.
―¿No? Apestas a azufre y tu aura es tan negra como la tierra podrida de Númedon. Seas lo que seas, de humano tienes tan poco como yo de elfo, engendro ―esas últimas palabras violentaron a Laien, que se removió en el camastro moviendo su mano directamente hacia el cuello del gnomo. El meronés se zafó con agilidad, golpeando con el puño el hombro derecho del jinete. Laien descubrió entonces la dolorosa herida que tenia aun por curar y que hasta ese momento no se había percatado de ella. Cadei lo agarró a su vez del cuello del jubón, sin dejar de presionar la herida del jinete.
―Que te entre esto en tu cabeza cornuda, engendro. Estás vivo por un cúmulo de coincidencias y deseos muy por encima de ti. Los magos te quieren semidemonio, me pagaron por ti, vivo o muerto, pero esa bola de fuego me convenció una vez más de lo rastreros que son. Estarías muerto si fuera por mi, aun con el contrato roto, pero alguien intercedió por ti.


Cadei se arrastraba dolorido por el fango, sacudiéndose restos de nenúfares y algas pegadas a su ropa cuando aterrizó justo en un estanque de un bosquejo cercano a la muralla de la ciudad. Del cielo caía una perenne lluvia de cenizas llameantes que iban apagándose al ritmo que soplaba la brisa nocturna. A pocos metros el cuerpo humeante y aparentemente muerto de Laien había recuperado su aspecto humano.
―Serpientes arcanas ―maldijo el gnomo―. Traidores, perros, hideputas.
El gnomo se puso en pie y avanzó tambaleante hacia el jinete pudiendo ver que aun respiraba. Sin ceremonias incrustó su bota en los riñones de Laien con una furiosa patada. El cuerpo se balanceó sin resistencia, pero el meronés pudo advertir que aun respiraba.
―Demonio. Vaya una jugada me han hecho, a los dos. No te apresures en despertarte, con un muerto basta. Te dejaré ―sacó un puñal de uno de sus botines mientras hablaba para si― que no tengas el problema de elegir quien.
El meronés apuntó a la garganta de Laien dispuesto a atravesarla, cuando un estilete curvado se acomodó en el cuello de Cadei. El gnomo se quedó inmóvil.
―Cazador cazado ―parafraseó Cadei mirando por el rabillo del ojo a su asaltante.
―Suelta la daga ―ordenó un timbre femenino. El gnomo hizo lo que se le ordenaba. Pudo advertir el ligero temblor en la voz, en la propia firmeza del estilete. La mujer no parecía ducha en esa clase de situaciones.
―¿Y ahora? ―dijo desafiante Cadei, la hoja de hierro profundizó un poco más en su piel advirtiendo al gnomo que quizá había juzgado precipitadamente a su asaltante.
―Olvídate de él, meronés. Déjale en paz o te degüello aquí mismo.
―No les debo una mierda a los que me contrataron para dar caza a este semidemonio. Casi me matan por esta escoria demoníaca, me traicionaron, pero tampoco estoy dispuesto a dejar viva a esta amenaza.
De improviso un movimiento felino sorprendió a la mujer. Cadei se impulsó hacia atrás, chocando con el pecho de la asaltante. Sin perder el ritmo aprovechó para dejarse caer hacia abajo, librándose de la presión del estilete, dio una voltereta en el suelo volviéndose frente a la mujer, listo para el contraataque. La muchacha era joven, vestida con un jubón sencillo pero para nada sucia. Tania dos grandes ojos verdes y una cabellera pelirroja.
―Una mujer bella, hábil, pero no una asesina. ¿Quién eres? ―a la muchacha le temblaban los ojos.
―No le hagas daño, te traicionaron. No tienes nada contra él. Olvídate de él, te lo pido.
Cadei contestó insensible.
―Soy un profesional y cumplo mis contratos. No tengo nada contra el semidemonio, sí que lo tengo por lo que es. Sin contrato o no, lo mataré, y menos caso haré de la que hasta hace un momento estaba dispuesta a rebanarme el gaznate.
Los segundos se tensaron, rígidos y fríos. Un brillo astuto asomó en los ojos de la muchacha.
―Di el precio.
―Cinco esmeraldas kessareas. Nada de moneda.
―Tres. Y un techo donde cobijarte hasta cuando desees.
El gnomo miró a Laien una vez más y chasqueó la lengua.
―Hace ―dijo y acercó la mano a su nueva clienta. Ella no respondió al gesto, pero a Cadei no le importó―. Quisiera saber quien es mi cliente, señorita.
―Maiah. Maiah Brennus.


Un silbido insoportable cruzó los oídos de Laien al oír el nombre de Maiah. El jinete se removió incómodo en el camastro mirando a la pared.
―Ya veo que esto no es de tu agrado, semidemonio. Mejor, para mi tampoco lo es vigilarte.
No dijeron nada más, Laien fingió dormir y Cadei sacó una pipa hecha de pino negro a la que rellenó de tabaco.
Tuvimos suerte, una suerte inmerecida, Cosechador, pero salimos vivos. Tenemos que salir de aquí, ir por la espada, recuperarla y unirla a la gema. Nuestra venganza, Kainoh. Nuestra venganza, Laien, bien puede esperar un poco más. Habla, infórmate, seguro que pronto sabrás del paradero de la espada y la gema. Ten paciencia, Cosechador.
El jinete se volvió hacia Cadei. Hablaron muchas horas. Descubrió que durante su coma la situación del reino eyneo pendía de un hilo. El gnomo se mostraba inquiero y el jinete asentía, como si todo cuanto oía ya lo supiera desde hace demasiado tiempo.

viernes, 17 de octubre de 2008

Cuento - Más allá del sueño y la realidad

Buenas a todos,

He aquí mi pequeño regalo a Scale, el primer PJ que conocí y a la primera jugadora que me acogió en el servidor. Sin duda habrán muchos otros jugadores que conocieron mucho mejor al PJ, pero quise entregar mi pequeño tributo a la misma. Espero que os guste, tanto como a mi ha sido escribirlo.

Sam,

http://es.youtube.com/watch?v=soh4Ky5v1nw
Haced clic aquí para abrir un enlace con Youtube y escuchar la música mientras leéis.

Más allá del sueño y la realidad
El destino de Scale

Caía con suavidad. Un delicado manto blanco que fundía el suelo con su beso. Los labios de Scale recibían ese níveo beso, el frío abrazo y su secreto refugio para la posteridad. Sus mechones dorados se mezclaron con los diminutos copos, enjoyando su cabeza con una corona de perlas que lentamente iban ocultándola. Quiso la nieve ocultar su sonrisa, así lo hizo. Mientras Storm se alejaba, el sueño de una hechicera se hacía eterno bajo la caricia del invierno.

Y el tiempo olvidó a Scale, a Storm y a Amn, volviéndose nada más que en un recuerdo lejano al que siguieron incontables edades...


―¡Vamos, Tabar! No quiero volver tarde al campamento. Dicen los augures que se acerca una ventisca enorme. ¡Lagarto! ¡Lagarto! Se me empiezan a congelar las pantorrillas. ¡Deja de escarbar en la nieve y marchemos!
―Solo un poco más. Tengo un presentimiento. Aquí debajo hay algo.
―¿Qué presentimiento ni que leches? No hay nada, solo hielo y nieve. Volvamos al campamento, esto empieza a empeorar. No vas a encontrar ninguna veta de oro ahí debajo, eso seguro. El prospector hizo caso omiso a las quejas de su compañero. Desde hacía dos días vagaban por las montañas buscando nuevas vetas de mineral, un trabajo duro pero bien remunerado. Tabar siguió quitando nieve con ímpetu, echándola a un lado, peleando contra las insistentes nubes que se apresuraban en volver a rellenar el hueco. Hacía frío, le dolían las manos bajo los guantes de piel, pero algo mágico lo conducía a quitar más nieve, algo indescriptible. Un viento helado trajo consigo el tiritar del compañero de Tabar, que se ajustó aun más el capote al cuerpo.
―¡No vas a encontrar nada! Aquí no hay nada. Solo monstruos y dragones.
El comentario de su compañero hizo reír enérgicamente a Tabar.
―¿Crees en esas cosas? Sabes bien que no existen, son cuentos para asustar a los niños. Me tienes perplejo, Harold.
El compañero resopló molesto, pero no dijo nada más. Tabar siguió su odisea a través de las capas de nieve cuando tocó algo sólido con las manos, era helado y de tamaño mediano y el prospector juzgó posible retirar ese témpano. Los dos hombres limpiaron la zona, enseguida sacaron el témpano tumbándolo boca arriba. Se quedaron estupefactos.
―¿Qué demonios..?
―¡Es una mujer! Mírala. Congelada en la nieve.
Era bella cual ninfa, como una diosa perdida de otro tiempo, sus cabellos de oro repartidos por el hielo a la altura de su cuello. Sus ojos estaban cerrados, como si durmiera en un descanso de nieves perpetuas. La mujer sonreía, como dormida, como si nada pudiera perturbar su cárcel de hielo. Tabar acarició el hielo a la altura de su rostro, fascinado por esa belleza de otro mundo, atrapada entre el sueño y la realidad.
―Es hermosa ―susurró delicadamente Tabar. Harold no dijo nada y el tiempo empeoraba―. ¿Qué le ocurrió? ¿Qué le ocurrió a esta mujer del hielo? ¿Qué historia esconde? Seguro que fue una guerrera del pasado, una heroína de los tiempos olvidados. Seguro que luchó hasta el límite, dio justo ejemplo y por su sonrisa diría que seria siempre recordada por los que la quisieron. ¿Qué historia escondes, mujer del hielo? ¿Viniste a buscar el merecido descanso? Encerrada en esta prisión helada, es como un cuento de hadas, mágico, como de esos en los que ya no creemos que pueden pasar. Ella sueña en ese mundo, perdido entre los rincones de nuestro recuerdo más lejano.
La tormenta cayó sobre los prospectores. Los vientos cayeron violentos sobre el valle, arrollando con su furia a los hombres y cual cuchillo de tormenta en la oscuridad, un titánico rugido viajó en la niebla blanca de la tormenta. Un batir de alas ensordecedor que se acercaba a los dos hombres. Aquello que vieron nunca fue creído. La sombra de un gran dragón de alas extendidas, de escamas rojizas bañadas por la blanca nieve que encogieron los corazones de Tabar y Harold. El dragón agarró el témpano de la mujer del hielo y se elevó por la tormenta, llevándosela allí donde no pudo llegar nadie y donde desde ese día encontraría su descanso. Más allá del sueño y la realidad.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Cuento - No hay finales felices

Buenas a todos,

Os presento la pequeña narración de una escena que tiene lugar en el mundo de fantasía de Reinos Olvidados, aunque no lo conozcáis no hace falta, puesto que todos los datos "fantásticos" o no existen o son muy entendibles. Me gustó escribir esta historia y del modo que esta construida puede tratarse de un pequeño cuento corto.
Disfrutadlo si gustáis.

No hay finales felices


―Déjame verte esa muela. ¡Uh! ¡Qué diente más negro! Tendremos que sacártelo.
La niña, de apenas cinco años, miró a Ivan con ojos curiosos. Por unos instantes había olvidado su intenso dolor de muela. El médico sonrió y se levantó. Alienna, la pequeña, siguió los pasos del hombre que hablaba con dos enfermeras monjas de San Annur. Una vaga sensación de miedo hizo presa de ella. Ivan volvió a acercarse.
―¿Me va a doler más? ―preguntó Alienna suplicante, con voz quebrada. Ivan sonrió paternal de nuevo y le acarició la mejilla.
―Solo un poco, pero ya no te dolerá más. Soy un ladrón, ¿recuerdas? Un ladrón que roba el dolor de la gente.
La niña abrió mucho los ojos. Casi parecía haberse olvidado del dolor.
―¿Y qué haces con el dolor que robas? ¡Eso es imposible! ―alzó la voz un poco, pero pronto recordó que el dolor de muelas aun no se había ido.
―Pues como buen ladrón. Lo vendo. ¿Sabes dónde? Voy a los Dientecillos, a ver unos duendes ―mientras le contaba la historia, un par de enfermeras se colocaron a los lados de Alienna que ni se dio cuenta―. A ellos les vendo el dolor que robo de la gente, y yo me hago rico con ello.
―¿Eres rico? ¡Vaya una tontería! Si fueras rico no estarías aquí. Estarías con los hombres gordos del Distrito de los Ricachones.
El médico volvió a sonreír, ya tenía en las manos las tenazas. Volvió la mirada una vez más a la pequeña, que lo miraba expectante.
―Hay muchas clases de riqueza, Ali. Yo soy rico en dolor.


La puerta casi se quebró del portazo que Ivan le propinó al abrir. El corazón le latía salvaje, brutal, en apenas un instante tuvo la sensación de que el mundo se iba al garete y él era el primero en caer. Los gritos de agonía de Marlien, los había reconocido. A Ivan le temblaba la rodilla derecha.
―¿Qué ha pasado? ―alcanzó a decir, obligándose a controlarse. Drazharm, que le echaba dosis de pociones curativas en la espalda se volvió hacia él.
―¿Qué importa eso? ¡Se muere! ―la voz fría del mestizo zozobró, sonó quebrada.
―¡He preguntado que coño le pasa! ―bramó en un arranque de descontrol, Drazharm se levantó furioso, mirando fijamente al médico. Ivan pudo al final encerrar todo rastro de emoción en su baúl.
―¡Se muere! Eso pasa.
―He de saber que le ha pasado. Debo tratar sus heridas. ¿Qué le ha pasado, Drazharm?
El mestizo también se calmó.
―Los osgos. Se ensañaron con ella.
Ivan asintió y se volcó en Marlien. La paladina había perdido la conciencia. En ocasiones volvía en si, convaleciente, para regresar entre terribles dolores y echar terribles gemidos. Ivan le comprobó el pulso y examinó las heridas. Todo rutinario, maquinal, profesional, pero esa vez no era un simple caso. En la espalda se sucedían terribles heridas, muy profundas, hechas con arma blanca, pero lo que llamó especialmente la atención y preocupación de los dos varones fue la carne abierta hasta el hueso, palpitante, en el que asomaba la columna vertebral. En la herida aun aguardaban restos de ácido que empeoraban cada vez más la herida. Ivan maldijo para si, se puso manos a la obra.
―Tranquila, preciosa. Te pondrás bien ―la voz endulzada de Drazharm dirigiéndose a Marlien violentó a Ivan. Reunió fuerzas, voluntad, y volvió a encerrar sus sentimientos. No sabía que esa noche, volverían a aflorar.


Habían pasado diez minutos. Los lamentos de Marlien seguían, no debía haber razón alguna para ello. Drazharm e Ivan finalmente hallaron el causante, un pequeño bulto bajo la piel de la paladina. La reacción de Ivan fue casi instantánea.
―Dame una daga.
―No tengo una daga, ¿para qué la quieres?
―Para abrir. Necesito algo cortante, tiene algo ahí dentro. He de sacárselo.
Fueron unos instantes largos, eternos. En un arranque de furia el mestizo agarró su espada y empezó a golpearla contra el suelo, esperando romperla. Era una espada de calidad, ni se arañó. Mientras Drazharm golpeaba la espada, Ivan cayó en la cuenta del cuchillo de recolector. No estaba preparado para cortar carne, no de ese modo, pero no había alternativa. No había vuelta atrás. Y entonces Ivan, abrió el arcón de los sentimientos encerrados mientras Marlien se encontraba sin conocimiento a su lado.
―¿Recuerdas, Mar? Estamos en la casa de Ilmáter, el Dios del Lamento. El que comparte las penas, el sufrimiento, con todos nosotros ―empezó a cortar el bulto, Marlien ya no tenía fuerzas para gritar, nada―. Todo el dolor, todo el sufrimiento físico, pero hay dolores que no pueden ser aligerados. Hay dolores que te acompañan allí donde vayas, porque no hay poder divino capaz de arrancarlo de nosotros. Te voy a curar, ¿sabes? Te curaré, no te perderé. No perderé a nadie más, a nadie más.
La sangre salía a trompa, pero asomó pronto la raíz del problema. Un pedazo de espada quebrada, derretida por el ácido. Ivan cogió las pinzas, mientras curaba, le hablaba al sueño de Marlien.
―No hay finales felices. Jamás los ha habido, nunca. ¿Sabes por qué? Los finales felices son irreales, son una fantasía, porque el amor es sufrimiento. Sufrimiento por el otro. Es sacrificio, es darlo todo esperando recibir lo mismo. No hay finales felices porque la felicidad es algo puro, inocente, inalcanzable y para obtener la felicidad hay que dar cosas a cambio, sacrificar un deseo por otro.
Limpiadas las heridas, el médico empezó a suturar. Su voz se iba quebrando, poco a poco, lejana, como las ondas en el agua.
―Y si Ilmáter me ha dado un don, un conocimiento, un saber.. para aliviar el dolor y el sufrimiento de la gente.. Lo rechazaría, lo entregaría, lo sacrificaría si fuera necesario para salvarte. Ese sería mi sacrificio y se lo ofrezco al Dios del Lamento. No hay precio suficientemente grande para ti, de mi. Lloraría mil muertes antes que perderte, es por eso que no hay finales felices. La felicidad es pasajera, caprichosa, pero cuando la obtienes debes aprender a conservarla y eso es a base de sacrificios. Así funciona el mundo, así es. No existe final, porque la felicidad no tiene final, cuando se obtiene, en ese instante, se hace eterna.
Las curas llegaron a su fin. Ivan se levantó, ninguna lágrima se asomaba, ningún resquicio de aparente dolor se reflejaba en sus ojos. Miró a Drazharm, que se mantuvo en silencio, sin decir nada.
―Tendrá que guardar cama mucho tiempo. No la dejes darse la vuelta, la espalda debe reposar. El médico ha hecho su trabajo.
Mientras cruzaba la puerta, el mestizo se volvió hacia él.
―No, el médico no. El amigo de Mar. El médico y amigo de Mar.
Ivan no se detuvo, no quiso escuchar. Quería estallar y huir. No se detuvo.


―¿A qué viene esa cara tan larga?
―¡Me hiciste daño, ladrón de dolor!
―Pero has de sonreír, pequeñaja. Si no sonríes estás muy fea.
―No quiero sonreír. ¡Me duele!
―Claro que te duele. Te he quitado un diente. Eso ha de doler, pero que te duela no quiere decir que pongas esa cara.
―¡Me duele! ¡Me duele!
―Aunque te duela, nunca dejes de sonreír. ¿O es qué no sabes sonreír?
―¡No sé sonreír! ¡Me duele!
―Tonta. Déjame enseñarte. Se sonríe así, ¿ves? Aunque duela, nunca dejes se sonreír, pequeña, porque nunca sabrás que te deparará el futuro.
―¿Sonreír aunque duela? ¡Vaya una tontería!
―Lo sé, ¿pero es que acaso dije que fuera listo?
―¿Por qué no eres listo?
―Porque no creo en los finales felices.

jueves, 11 de septiembre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (9)

Capítulo undécimo – Planes


Era un océano de colores, de estandartes, de escudos y blasones el que decoraba la sala real del rey de Eynea, allí en el antiguo palacio imperial de Talía. Una alfombra roja, ribeteada con colores dorados y plateados recorrían sus flancos de los cuales se sucedían los hombres de los viejos emperadores belenios. El imperio belenio hacía milenios que desapareció, dejando su huella únicamente en las ruinas en un mundo que heredaron Eynea y Lenya. Los eyneos continuaron con las instituciones imperiales, poco a poco mejoradas y, luego, olvidadas por los nuevos tiempos. Eynea era la heredera espiritual del que fuere primer imperio humano del nuevo Mundo tras el hundimiento de la Gran Isla, Eynea era la cuna de la civilización humana. Y el rey de Eynea es el padre de esa cuna, y el padre es el emperador de todos los hombres.
Aldous Sachais avanzaba sin ceremonias por la alfombra, esquivando cortesanos y nobles que le salían al paso. El cargo de mariscal de Eynea conllevaba un gran honor, pero también una gran presión, y muchas tentaciones. Aldous era un Sachais, de los primeros que se alinearon con el héroe Eyneus, padre fundador de Eynea, y por ello una de las casas nobles más respetadas. Para el mariscal solo existía la sincera lealtad al rey, ahora el rey precisaba de su lealtad. Ahora más que nunca. Sorteó los últimos cortesanos e hincó rodilla en la alfombra, delante de su rey.
―¿Cuantos, Aldous? No me ocultes las cifras. ¿Cuantos vienen?
Al mariscal no le tembló el pulso ni la voz.
―El único batidor que regresó nos informó de un número no inferior a los seis mil, Su Majestad. El doble que la última vez.
El rey Evertus seria un monarca menor en los anales de Eynea, olvidado a la sombra de los grandes señores eyneos, su reinado discurriría en una de las tantas épocas menores de la Historia Eynea. Evertus no tenía nada que envidiar a los grandes reyes pasados y futuros. Rondaba los cincuenta años, pero aun mantenía un cuerpo firme y atlético, no había perdido el color del pelo, únicamente las traicioneras arrugas que campaban en su rostro delataban su edad. Muchos reyes ganan la lealtad de sus súbditos únicamente por su condición, Evertus la ganó como hombre en el campo de batalla y la genial gestión del reino.
―Demasiados. Ni todo el ejército real podría pararlos más que un tiempo. Estamos exhaustos, Aldous, no podemos armar un ejército para esta guerra. Pero contra el Enemigo no hay más lenguaje que la espada y la sangre.
―Los demonios de Ah'mid serán vencidos, Su Majestad ―asintió convencido el mariscal con firmeza― Los venció en el pasado. Puede volverse a hacer.
El rey se levantó. Se movía lentamente.
―En el pasado yo era joven, mariscal. El Enemigo movilizó muchos menos de sus monstruos, nuestro ejército era mayor. Las posibilidades se escapan, amigo. ¿Adonde se dirigen?
―A Émpora, Su Majestad.
El rey reflexionó, echando un vistazo al mariscal con cansancio.
―Moviliza el ejército. Les atacaremos antes de que lleguen a la ciudad. Manda mensajeros a Kessara, a Lenya, incluso a Oóntur. Pide ayuda. Diles que Eynea pide ayuda al mundo. Si nosotros caemos, el resto nos seguirá al infierno.

La tierra olía a azufre y los prados eran negros como antracita. Desde una pequeña colina Bazalbuferr contemplaba su ejército. Un mar de cuernos, alas membranosas y lanzas se agitaba repugnante entre alaridos de torturados y rugidos de torturadores. El ejército de la Ciudad Prohibida esperaba la orden de avanzar.
―Será una guerra gloriosa, mi señor ―anunció triunfal el demonio, sin apartar la mirada de la horda demoníaca. Se volvió a sus espaldas, encarándose a un gran espejo de dos metros de altura que no reflejaba más que una sombra oscura.
―Habrá guerra. Así lo mandáis. Así será.
Del espejo surgió una voz vibrante, lejana, pero profundamente oscura y maligna.
―Es tu guerra, Taimado. Tu guerra. La guerra es mi mundo, mi ser, mi alimento. Pero no te atrevas a decidir por mi, esclavo. Yo soy la antesala de la Muerte, su Heraldo, el Portador del Final. No haces esta guerra por devoción a mi, tu dios y tu señor, lo haces por miedo. Por temor a aquello que se oculta en esa ciudad humana. Tan cobarde eres que estas dispuesto a dejar vacía mi ciudad por el miedo a un hombre. No te confundas, Bazalbuferr, es tu guerra, pero yo me alimentaré de ella.
Al demonio le recorrió un miedo sobrenatural por todo su ser. Le tembló la voz un instante.
―Haré de esta guerra un digno sacrificio a vos, mi señor. Destruiré al mortal con mis manos y asolaré su mundo como ofrenda a ti, mi dios.
Pasaron unos largos minutos de silencio. Bazalbuferr no se atrevió a moverse siquiera de su sitio.
―Disfrutaré de tu guerra mientras dure, Taimado.

Era una oscuridad fría, claustrofóbica, pegajosa. Los pasos de Laien se alejaban de sus pies, vibrando en eco a través de la tiniebla. Recuerda. Sentía una presencia detrás de él que lo perseguía. Trató de huir, pero se había quedado inmovilizado. Recuerda. Solo pudo volverse hacia una luz cegadora, cuyos hilos cortaban la sombra como cuchillas. En medio de la luz, una figura humana caminaba hacia él, pudo sentir el calor, la tranquilidad. Recuerda. La tranquilidad se esfumó. Otra figura, hecha de tinieblas, se echó encima de la silueta a contraluz. Lo último que recordó fue la angustia de ver, sin poder hacer nada, como la sombra destrozaba la luz. Recuerda. Y pasaron incontables eras.
―¿Está muerto, Maiah?
―No. Vive. Está inconsciente.
―¿Cuando despertará?
―No lo sé. Ojalá no lo haga nunca.
―¡No digas eso! Kainoh despertará. Se pondrá bien.
―Es un monstruo. Tiene ahora más demoníaco que de humano. Fíjate en esa espada, maldita. Aun no sé porqué decidí ayudaros. Esto es una locura. Una locura.
Las tres voces se alejaron. Regresó la oscuridad y pasaron incontables eras.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (8)

Capítulo décimo – La bestia


Los guardias los separaron bruscamente. Tomaron a Laien por la armilla de cuero arrastrándolo hacia la puerta. De nada sirvieron las protestas de Maiah, su padre se había cansado de la larga conversación con el asesino.
―He sido muy generoso, Maiah. Ahora mi generosidad ha llegado a su límite. Márchate a casa, llévate a la niña si quieres, pero aquí terminasteis vuestra función.
Maiah aceptó refunfuñando el mandato de su padre. Marla no tuvo más remedio que acompañar a la hija de Lear fuera de los calabozos.
―¿Qué le pasará a Kainoh? ―preguntó preocupada. Maiah se detuvo arrodillándose delante de la niña.
―Oíste que dijo, ¿verdad? Kainoh ha hecho muchas cosas malas, deberá ser castigado ―a Maiah le costó articular esto último.
―¿Qué castigo?
Maiah abrazó a Marla con fuerza. La niña se aferró a la muchacha, no entendía, no quería comprender, pero aun así sabía que ese abrazo no significaba nada bueno.
―No pienses en ello, ¿vale? Vamos a mi casa, allí podrás lavarte y comer. Que necesitas un buen baño, pequeñuela.
―¿Se va a morir, verdad?
Maiah se quedó callada.
―Lo van a matar. ¡Me salvó en los calabozos! Ningún hombre malo salva a una niña. Lo sé. Kainoh no es malo, me salvó. No me creo que hiciera nada de lo que dijo. Kainoh no es malo. ¡No lo es!
―Ojalá fuera tan sencillo, pequeña. Ojalá lo fuera.


Lo llevaban cuatro guardias rodeándolo en rombo. Laien llevaba grilletes en las muñecas y los tobillos, unidos por una roída cadena que tintineaba a cada paso del jinete. Dos guardias cogían por los brazos a Laien, uno abría la marcha y otro la cerraba. A Laien le costaba andar y un dolor palpitante se enroscaba en su muñeca derecha, la carne roja del músculo aun estaba al aire y ya presentaba los primeros síntomas de infección, también había perdido la sensibilidad de la mano.
Lo llevaron a lo largo de un laberinto de pasillos húmedos, Laien trató de memorizar el camino, pero tenía la mente turbia por el dolor. En medio del dolor se alzó la voz siempre enérgica de Kainoh.
Moriremos si seguimos así. Tenemos que salir de aquí.
Kainoh. Usa tu magia curativa, sobre todo mi cuerpo. Todo tu poder. Todo.
No sé si es buena idea, Laien. Quedarás muy débil y si eso pasa podrían ser peores las consecuencias que los remedios.
Tú hazlo.
Así lo hizo.
―Os daré una oportunidad de vivir. Salid de aquí. Ahora ―la declaración de Laien provocó algunas risas y un nuevo puñetazo en el estómago.
―¡Callarsus! Como te vuelva a oír te curro la cara hasta que sangres por las orejas.
―Lo siento por vosotros entonces.
La soldadesca se miró alternativamente escupiendo amenazas al reo. Fueron sus últimas amenazas. Un dolor horrible recorrió cada parte del cuerpo de Laien. La cabeza le vibró sacudiendo el cerebro hasta el límite de explotar, el jinete no pudo reprimir un horrendo grito que se propagó por los pasillos como el lamento de una bestia de ultratumba. Laien empezó a sentir un calor creciente, la sangre le bullía ácida y los músculos palpitaban rompiendo su piel. Los ojos se agrandaron tornándose amarillos con pequeños puntos rojos como iris. Los gritos de agonía de Laien no cesaban y la masa muscular del jinete empezó a crecer y a encorbarse, sus uñas se tornaron garras y en su cabeza crecieron unos diminutos cuernos. La armilla y los pantalones de cuero no pudieron contener la carne dentro y estallaron por las costuras. La piel se tornó rojiza y un desagradable olor a azufre exudaba de Laien, pero ya no era Laien, era la viva imagen de una bestia diabólica. Los guardias que lo flanqueaban los empotró contra las paredes rompiendo sus columnas como palillos. Al soldado de delante le atravesó el estómago con las garras. El de retaguardia empezó a huir gritando de horror. No llegó lejos, la bestia se lanzó sobre él tirándolo al suelo antes de oírse crujir su cráneo.
Laien aulló salvaje, recorriendo los pasillos de los calabozos. No se detenía para matar a cuantos se encontraba al paso, el simple impulso de la bestia derribaba cualquier oposición. Laien se detuvo ante la rendija por la cual la difusa luz de las estrellas trataba de adentrarse en las mazmorras, la bestia ayudó en el cometido arrancando los barrotes con suma facilidad. La bestia era libre.

En el exterior salió una pequeña plazoleta rodeada de casas y el muro de los calabozos. Aullaba como un lobo, descontrolado, irracional, peligroso. Un silbido detuvo la danza de la bestia, el silbido de un virote de adamantio que penetró en la carne del hombro de Laien.
―Despertarás a toda la ciudad, demonio ―era un hombre bajito y narigudo, tan bajito y narigudo que era obvio que se trataba de un gnomo. Llevaba un abrigo de piel, largo y gris que le llegaba por los tobillos, una camisa de lino blanca y pantalones de punto marrones, unas botas de piel le cubrían toda la espinilla. Llevaba un estrafalario sombrero picudo negro que le traicionaba revelando su procedencia meronesa. El gnomo sostenía una ballesta de mano, del cinto colgaban hasta tres más, todas cargadas, y en la armilla podía apreciarse un generoso surtido de artefactos, botes e instrumentos de desconocido uso.
Laien rugió mirando al hombre de la ballesta. Dio un imposible salto de seis metros plantándose sobre el tejado de una de las casas de la plazoleta. Emprendió una huida por los tejados acercándose a la muralla.
―Oh no, hermano. Eso no ―murmuró el meronés arrancando una carrera por entre las callejas, siguiendo la pista de Laien. La luna marcaba el camino.
No era la primera persecución para el cazador de monstruos Cadei Stratopolos. La gente se sorprendería con la facilidad que huyen muchas de esas terribles y sanguinarias criaturas que los atormentan. Solo hace falta una oposición demasiado grande para estas, aunque fueran bestias ansiosas de muerte no significaba que debieran ser tontas. Mientras torcía las callejuelas siguiendo los aullidos de su presa, Cadei se preocupaba. Bien que las bestias huía cuando se encontraban en desventaja, pero esa bestia juzgaba que podía estar de todo menos asustada. Giró a la derecha y a la carrera tomó un vial de contenido anaranjado, el cuerpo del gnomo tembló unos instantes y enseguida se sintió mucho más ágil y rápido. Al poco tiempo se topó con los bloques de piedra de la muralla, hacia un callejón sin salida. Sin salida para un aficionado.
El griterío y las alarmas se extendieron por Émpora. Las patrullas se movían excitadas hacia Laien y Cadei, agitando nerviosamente las alabardas y cargando las ballestas. Los soldados no son problema, reflexionó el cazador, los magos malhumorados sí lo son. Cadei extendió su brazo izquierdo y apunto a una de las vigas de una casa, activó un mecanismo oculto en su muñeca y salió disparado un arpón. El proyectil se incrustó en la madera, cuando notó la tensión el cazador mandó recoger la cuerda alzándolo al vuelo. Se ayudó de unas cajas al lado de la calle, ascendiendo sobre el nivel del suelo y se impulsó balanceándose con la cuerda. Directo a la muralla. Sus sentidos agudizados por la poción le garantizaron una buena caída. El meronés se agarró a los bloques de piedra que sobresalían mal colocados y empezó a escalar con rapidez aprovechando cada saliente, hendidura y porosidad del muro. Ascendía como alma que lleva el diablo a por el diablo.
De un impulso final el gnomo se presentó en la cima del muro. Allí le esperaba la bestia, encogida toda ella dando una falsa sensación de seguridad al cazador. Los ojos malignos de Laien se cruzaron con los de Cadei, se midieron y se encontraron a un rival que no se dejaría intimidar. Laien empezó el ataque, atacando en tromba a por el gnomo, pero este reaccionó felino echando mano de un saquete que lo tiró contra el suelo, liberando su contenido. Una densa nube de humo gris se propagó envolviendo a los dos rivales, Laien se detuvo en seco y empezó a toser grotescamente. Cadei sonrió triunfal.
El humo contenía una mezcla de partículas de ang, la materia antimagia. Cualquier ser viviente del mundo sufriría dolores intensos expuesto a ese humo, más aun una bestia mágica como era el demonio al que se enfrentaba Cadei. Aprovechando la ventaja el meronés desenfundó una ballesta de mano y disparó a ciegas, pero con precisión sobrenatural que se clavó en el pecho del demonio. Cadei cargó la ballesta de nuevo, volvió a disparar. Otro impacto. La muralla tembló por los alaridos del demonio, que a pesar del humo y las heridas avanzaba inexorable hacia el gnomo. De repente una luz envuelta en llamas alumbró el cielo, disipando al instante la niebla. La luz impactó en la muralla haciendo un gran estruendo, arrancando pedazos de la muralla que hizo llover su roca sobre la ciudad. Cadei se vio arrastrado por la onda expansiva, antes de perder el conocimiento pudo maldecir en todos los dialectos meroneses a los magos.

lunes, 4 de agosto de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (7)

Capítulo nueve - El Túmulo de la Plata


Las colinas bajas de Lenya son hogar de muchos cuentos. Viejas necrópolis de tiempos antiguos, criaturas míticas de las que aun se dice encontrar en esta tierra o perdidos senderos que llevan a altares de dioses olvidados. En Lenya el tiempo y el mito se mezclan, se funden en una tierra de leyendas que ni el más sabio erudito conoce en totalidad. La región de Lao-Kana, al norte de la meseta de Kesa, es famosa por su gran campo de túmulos que provienen de los tiempos del desaparecido imperio belenio. Uno de los más conocidos es el Túmulo de la Plata. Cuenta la leyenda que tras una gran batalla entre las legiones belenias y una horda de bárbaros del sur los muertos se amontonaban que ni los cuervos daban abasto a todos ellos. La soldadesca belenia, vencedora en el choque, tuvo la desagradable labor de poblar el campo de batalla de piras de cadáveres. Las armaduras las devolvieron a las familias de los muertos, las armas volverían a usarse en manos de nuevos soldados y sus escudos fueron amontonados sobre la fosa de una de las piras. Tantos eran que los escudos terminaron por formar una pequeña colina de metal y cuero. Se dijo que el sol reflejado en el acero de los escudos inundaba de un níveo reflejo, tal era el brillo que parecía que los mismos escudos parecían estar hechos de plata. Al lugar se le llamó el Túmulo de la Plata y fue abandonado. Los tiempos enterraron de tierra y arena la colina de metal, escondiendo los restos a la vista de los saqueadores y a su alrededor se fueron formando nuevos túmulos, como pequeños hijos del original. Las leyendas hablaron de la plata que escondía esa vieja tumba de tierra y arena, pero aquellos sin escrúpulos que alguna vez llegaron a saquear el reposo de los soldados belenios únicamente hallaron restos de escudos oxidados.
El jinete aguardaba junto al túmulo de la leyenda. Un mes antes de su llegada a Émpora. Esperaba su víctima, paciente. Llegará en breve, dijo Kainoh.
―Eso espero ―murmuró en voz baja ajustando las dos espadas en su cinto. La yegua se movió inquieta, sintiendo la presencia más allá de las neblinas de la mañana que ocultaban el sendero entre los túmulos.
No temas, Cosechador, Keren siempre se detiene aquí. Es su pasión, es un jodido depravado.
A Laien le impregnó una sensación de asco al imaginarse la escena, pronto la expulsó de su mente. En su interior oyó la tenebrosa risa de su demonio guardián. Cosechador, te asombraría saber quien es el guardián de Keren y de la naturaleza de su poder.
―No lo sé ni me importa ―sentenció en voz baja acariciando el lomo de su yegua baya.
Haces bien, Laien. No nos interesa saber más de lo que queremos saber, ella se usará de sus artes para engañarte. Toma precauciones.
Laien no respondió a la advertencia de Kainoh. Soplaba un viento suave y frío. Las nieblas matinales se resistían a desaparecer. Al este se veía un borrón anaranjado del sol agazapado más allá del Mar de Eynea. No se oía un alma, pero no tuvo que esperar mucho más. Entre las nieblas llegó el sonido de algo que se arrastraba, Laien afinó el oído y pudo discernir que más bien era algo que arrastraba a otro algo. Una voz desquiciada y aguda se propagó por el silencio.
―Sí, querida, hoy disfrutaremos. Sí, sí, juntos. Este mozo tiene buena planta, es vigoroso, es apetitoso, es sabroso. Sí, mi amor, lo disfrutaremos. Juntos.
Es él. Laien bajó de la yegua y se adentró sin decir nada en las sombras blancas de la niebla.
―Sabroso, sí. Querida, hazle tener carne de nuevo, dusfrutaremos, sí. Carne en su trasero, hazlo, hazlo.
El jinete reprimió el asco. Dejo gobernarse por su ansia de matar. Una voz femenina se coló en la telaraña de humedad de los túmulos.
―Calma, querido. Quizá hoy probemos a un vivo.
Nos ha descubierto, Mialai nos ha descubierto, advirtió el guardián. Que más da, respondió Laien sin frenar su avance.
El jinete llegó a un claro envuelto en un anillo de niebla que no se atrevía a adentrarse. En el centro estaba el jorobado Keren. Era bajo como un trasgo y feo como un troll, las verrugas y pústulas se desordenaban por su rostro. Llevaba un raída túnica gris y un bastón improvisado de tejo. A sus pies había el cuerpo de un muchacho de no más de quince años, Laien calculó que no llevaba más de un mes muerto. Apestaba horriblemente. Los ojos de Keren brillaron al mirar a Laien, no era un brillo propio de un humano, era un brillo diabólico.
―Oh, Cosechador. Que honor vengas tu por mi ―dijo Keren, poseído por la voz de Mialai. Laeien notó como Kainoh se enervó de furia.
―No será por el motivo que crees ―contestó frío acercando su mano a la espada oxidada.
Mialai rió cantarina como una ninfa y miró con una sonrisa desenfadada al jinete.
―Ojalá el Amo me hubiera atado a ti, Cosechador, y no a un engendro como Keren. Créeme, disfrutaríamos mucho. El uno y el otro.
Los ojos de Keren volvieron a brillar con un reflejo rojizo, en un abrir y cerrar de ojos Keren ya no estaba. En su lugar había una mujer de terrible belleza. Una mujer por la que cualquier hombre mataría. Un ligero manto transparente cubría su cuerpo dejando que sus formas no se ocultaran tras la tela, Mialai se acercó insinuante a Laien.
―Atado a ese arrogante Kainoh. Un espíritu traidor, un inmortal que no pertenece a ninguno de los dos mundos. ¿Te lo ha contado? No, seguro que no. Es traicionero, vil, mentiroso. Yo también lo soy, pero yo puedo ofrecerte más, mucho más. ¿Qué puedes perder?
Mialai pasó su mano por la mejilla de Laien, el jinete se relajó al tacto. Demasiado tiempo sin una mujer, aunque fuera una diablesa del placer.
―¿Notas mis manos, Cosechador? ¿Quieres notar mi lengua? ―susurró lamiendo la oreja derecha de Laien, Kainoh reaccionó con furia y estrépito, se adueñó del cuerpo del jinete.
―¡Saca tus zarpas del encima del Cosechador, súcubo! ―rugió apartándola de un golpe. Mialai saltó felina y rió como una adolescente.
―Kainoh, cuanto tiempo sin oír tu viril voz.
―Demasiado poco tiempo, ramera. De buena gana te destriparía aquí mismo ―la súcubo hizo crecer de entre sus omóplatos dos membranosas alas de murciélago, alzó el vuelo flotando delante del jinete.
―Estoy segura que lo harías, traidor, pero creo que tu protegido no esté tan de acuerdo contigo. Mírale. Tan falto de amor, de cariño, del carnal y placentero tacto de una mujer. Solo muerte, el Demonio Carnicero, ni siquiera un demonio busca negarse el placer. Pero él también es mortal, tiene deseos mortales. Mortales deseos en un alma endemoniada. Yo puedo dárselo y él lo sabe, tú se lo niegas, ¿quién eres tú para negarle esos placeres?
Kainoh se hinchó de odio, pero ni todo ese odio pudo oponerse a la voluntad de Laien que volvió a tomar el control. El guardián del jinete se hundió en las tinieblas de su mente, Laien no quiso escuchar más. Mialai suspiró con una sonrisa sensual y maligna.
―Entrometido, Kainoh. No entiende lo especial que eres, Cosechador. No entiende que no puede dominarte a su antojo como lo hago yo con Keren. Él es mío, igual que Kainoh es tuyo. Ven, mi querido, seamos el uno del otro.
La diablesa se posó ante él. Laien sonrió satisfecho, ella hizo lo mismo y empezó a desnudarlo con palpitante deseo. Él la deseó a ella y ella se dejó desear.
―¿Ves? Kainoh jamás podría darte este placer. El placer de la carne. Yo sí ―luego gimió teatralmente encima de él. Laien gimió con ella, pero no contestó.
―Abandónalo, entrégate a mi y yo me entregaré a ti, Cosechador. Yo te daré placer carnal y tu a mi el placer de dar muerte a los mortales. Te lo daré todo ―sintieron el éxtasis entre los túmulos. Laien sintió como su mente explotaba de placer, pero rápidamente cobró su frialdad mirando a la entregada diablesa.
―Hay una cosa que tú jamás podrás darme, Mialai ―la súcubo lo miró con ojos entrecerrados―. No puedes darme el mismo odio que Kainoh siente por tu amo.
La diablesa no pudo reaccionar. La hoja de la espada oxidada atravesó el abdomen cruzando el torso de la súcubo hasta salir por el cuello. Mialai chilló horrorosamente tratando de desagarrar la carne de Laien con sus garras, pero apenas pudo invocarlas. El jinete convocó las runas de la espada. La hoja se ennegreció y mientras las almas empezaban su llanto fúnebre, la muñeca de Laien se unió a la empuñadura de la espada. Mialai lo miró con ojos iracundos.
―Te veré en el infierno ―siseó agonizando.
―Yo no lo creo ―la espada brilló junto a Mialai. Los lamentos de los muertos se hicieron más fuertes y una nube de almas envolvió a la diablesa―. No saldrás de este mundo para regresar al tuyo.
Mialai chilló de nuevo, desesperada, sintiendo como su espíritu era atrapado y absorbido por las almas de la espada. La hoja negra brilló roja escasos instantes y luego volvió a su oscuridad. En el lugar de Mialai quedó la cáscara chupada hasta el tuétano del jorobado Keren. El jinete se levantó y envainó la espada que perdió su poder mágico al instante. Empezó a vestirse, despacio, pronto sintió de nuevo la presencia de Kainoh en su mente.
―¿Descubriste algo, Kainoh? ―murmuró sintiendo el calor del sol que ya empezaba a salir y dispersaba la niebla.
Sé donde se encuentra la gema, Cosechador.
―Bien, iremos hacía allí.
Algo más, Laien. Vi algo más. El puente entre Mialai y la Ciudad Prohibida era mucho más estable de lo que creí posible. Vi a Bazalbuferr contemplando en un espejo, lo usaba como ventana para espiar a una muchacha de cabellos rojos. Creo que era algo importante, algo sobre tu pasado.
―Olvídalo, Kainoh. Mi pasado ya no importa, solo nuestra venganza de Bazalbuferr. Solo importa eso.
Como desees, Cosechador, olvidaré el asunto. Debemos ir a la ciudad de Émpora, en Eynea. Debemos encontrar a un mercader llamado Lear Bren-Na.
Y el jinete cabalgó hacia su destino.

sábado, 2 de agosto de 2008

Cuento - Algo extraordinario

Buenas a todos,

Como vine diciendo al principio de este blog, entre mis agradecimientos figuraban los alumnos y la profesora del taller literario del Ateneu Barcelonés, el cuento que viene a continuación vendría a ser el "trabajo final". Aunque durante los tres meses del curso vine avasallando con una historia de ciencia ficción, al final me di cuenta de la complejidad extrema de esta como para reducirla a un simple relato. Tomé la decisión de escribir una historia que me venía rondando en la cabeza durante bastante tiempo. Este es el resultado, mejor o peor, pero del cual espero que resulte ameno e interesante de leer.

Algo extraordinario


Era un lugar cualquiera, en una noche cualquiera, en un tiempo cualquiera. Las circunstancias lo convertirían en algo extraordinario.
Esa noche la calle era castigada por un temporal. Jim y yo acabábamos de salir del trabajo, pero tal era la intensidad de la lluvia que nuestros huesos fueron a parar al primer bar que encontramos. No era un lugar misterioso, ni mucho menos tenía especial decoración, ni siquiera la misma clientela desprendía nada especial. Miento, lo había. Era un hombre, sentado en un rincón del cual no se movía, no tenía nada sobre la mesa y Jim, tan atento a esta clase de detalles, lo ignoró por completo. En el bar también había una pareja, ella era hermosa, joven, él supongo que no era feo. No soy experto en belleza masculina, las prefiero a ellas. Ambos hablaban despreocupados del resto del mundo, un mundo que eran un barman bigotudo y dos viejos con pinta de ser veteranos parroquianos del bar. Era una fauna pobre para un viernes por la noche, y fuera la lluvia no mostraba síntomas de querer apaciguarse.
―No lo sé, Matt ―dijo preocupado Jim tomando un buen trago de cerveza. Jugó escaso rato con el borde circular del vaso, algo taciturno.
―Si tu no lo sabes, poco sabré yo ―contesté dibujando una mueca fea, la verdad es que ese día no estaba demasiado inspirado.
―Martha quiere un niño, pero yo no sé si estoy preparado ―prosiguió Jim perdido aun en el borde del vaso.
―A veces hay decisiones que no deben pensarse demasiado ―bebí un poco de mi refresco y encendí un cigarrillo. Jim me miró como si fuera un criminal, no creo que fuera por el cigarrillo.
―¡Por Dios, Matt! Es un crío, no un maldito coche ―eché humo―. ¿Y tienes qué ponerte a fumar ahora?
Volví a beber y le retuve la mirada.
―Lo sé que no es un maldito coche, sino un maldito crío. Y sí, fumaré donde y cuando quiera, al menos donde los cartelitos rojos me dejen y aquí no veo ninguno ―Jim suspiró, aparcando el asunto de mi cigarrillo, retomando el del niño.
―Un niño, tanta responsabilidad. No sé si estaré a la altura ―dudó mientras no cesaba en su juego con el vaso, llevaba ya un par de docenas de vueltas cuando respondí.
―No creo que nadie nazca preparado para nada, Jim. A veces hay que ser valiente, agarrar el toro por los cuernos. Aceptar las responsabilidades que nos dan o elegimos, lo malo es que la mayoría no las elegimos ―tomé otra calada―. Pero en este caso sí eliges. Un crío te cambiará la vida, deberás adaptarte, asumirlo. Luchar para tirar adelante. Es más, creo que ni Martha esta preparada para tener bombo.
Jim no alcanzó a responder, incluso antes de que articulara palabra supe que algo no iba bien. La puerta se abrió de golpe, dejando entrar un viento frío y húmedo. Estos trajeron consigo alguien más, un chaval de no más de veintipico años, con ropas sucias y rotas por las costuras echando agua a litros por el aguacero. No me llamó la atención su aspecto, sí lo hizo la pistola que llevaba en la mano. Temblaba entero, no creí que fuera por la lluvia, y acerté. Era un yonqui.
―¡Dame todo lo que tengas en la caja!¡Rápido! ―gritó estridente sacudiendo la pistola hacia la barra. Los viejos parroquianos se echaron al suelo, la pareja se quedó rígida en la mesa, igual que yo y Jim. El hombre de la esquina no pareció inmutarse, era como si todo eso no iba con él.
―¡Dámelo todo!¡Vamos! ―volvió a gritar, el barman bigotudo se acercó a la caja lentamente y con las manos en alto.
―Tranquilo, amigo. Te daré lo que quieres, no te pongas nervioso ―dijo el hombre, el atracador amartilló la pistola. El chasquido metálico tuvo un efecto intimidatorio tan grande que la muchacha empezó a gritar histérica. El yonqui se volvió hacia la chica, apuntándola. Eso hizo que chillara aun más.
―¡Hazla callar, joder!¡Hazla callar! ―el chaval sacudía frenéticamente la pistola. El novio trató de calmarla, pero ella había caído presa de un ataque de histeria. Luego todo ocurrió en escasos segundos.
Jim se abalanzó sobre el atracador. Intuyó, como yo, que el cabrón iba a disparar. Tres disparos resonaron en el local mientras el atracador se volvía para encarar a Jim. La primera bala voló inofensiva contra la pared astillando la madera, la segunda impactó en el pecho de la muchacha y a Jim la tercera le golpeó el estómago. Al yonqui le superaron los acontecimientos, salió bruscamente por la puerta dejando a la chica y a Jim desangrándose en el suelo.
―Una ambulancia ―tartamudeó el novio, luego apremió el grito de socorro―. ¡Una ambulancia, por Dios!
El barman tuvo buenos reflejos, ya estaba llamando a emergencias. Me arrodillé junto a Jim. A su espalda un oscuro crecía una oscura mancha carmesí, le cogí la mano. Él me la apretó débilmente en respuesta.
―¿Pinta mal? ―balbuceó mirándome con ojos aterrorizados. No quise mentirle.
―No demasiado bien, Jim. Tranquilo, aguantarás, estás como un jodido toro. Saldrás de esta, solo debes ahorrar energías ―traté de sonreír para calmarlo, él también. Y fracasamos.
Jim empezó a temblar, ligeros espasmos recorrían su cuerpo. Empezaron a asomar lágrimas en sus ojos y emitió un sollozo ahogado.
―No quiero morir, Matt. Por Dios, no quiero morir.
―No morirás, Jimmy, no lo harás. No lo permitiré, guarda fuerzas, la ambulancia esta al llegar.
―Quiero.. quiero ver a Martha, besarla, abrazarla. Decirle que la quiero con toda mi alma. Sí quiero ser padre, ¿me oyes? Quiero ser padre y envejecer con ella, pero tengo frío y miedo. Díselo, por favor Matt, si no salgo de esta, sino puedo volver a hablar con ella dile esto ―no pude negarme, Jim se agarró a mi cuello suplicante mirándome significativamente. También tenía miedo, pero no podía permitir que eso pasara. Es extraño que a veces, al borde de la muerte, aquello de lo que dudamos cobra nitidez. Las dudas se diluyen, sabemos lo que queremos y como hacerlo. Debe ser una sensación muy cruel, descubrir aquello que quieres por la amenaza de la muerte y tener el temor de que jamás podrás llevarla a cabo. Pero no era nadie para arrebatarle la esperanza, sino para dársela.
―Y serás padre, Jimmy. Tendrás cinco hijos, niños y niñas. Verás como crecen al lado de Martha, te harás viejo con ella y..
―No tantos, Matt. Con dos basta ―por un momento recuperó la lucidez, me hizo reír, una risa ahogada que me protegía del miedo. Fue una sensación agradable que duró muy poco.
La muchacha no estaba mejor. Su novio lloraba tomándole la mano, susurrándole palabras de ánimo. Los parroquianos estaban rígidos como estatuas, no se habían movido desde el atraco y el barman buscaba frenéticamente algo útil en el botiquín del bar sin éxito. Entonces ocurrió algo extraordinario. El hombre de la esquina se acercó como un fantasma y se arrodilló a mi lado. Lo miré, y de algún modo me resultó familiar, lo había visto en algún otro momento o lugar.
―Queda poco tiempo, pero aun podemos sanarlo ―dijo con un timbre de voz oscuro, pero cargado de serenidad.
―¿Es médico? ―pregunté. Él se limitó a sonreírme y no contestó.
― ¿Con quién hablas, Matt? ―preguntó Jim medio inconsciente. Abrió los ojos y tuvo que verlo, pero no pareció fijar su mirada en él. Lo achaqué a la pérdida de sangre, y pronto volvió a cerrar los párpados.
―Alguien que quizá pueda ayudarte.
El hombre puso las manos sobre la herida de Jim. No hubo brillo mágico, ni palabras elevadas, ni tampoco oraciones, simplemente cerró los ojos y entonces la herida empezó a cerrarse. La bala fue escupida por el propio cuerpo como un desecho, cuando terminó no quedaba rastro de la herida, como si nunca hubiera existido.
―¿Cómo..? ―pregunté sin terminar de asimilar lo extraordinario que había presenciado. Un milagro.
―Ha perdido mucha sangre, la ambulancia arreglará eso. Ahora falta la chica, ¿vienes? ―habló con el magnetismo de un imán, lo seguí sin decir nada más hasta la muchacha cuyo novio lloraba sobre su pecho. Con delicadeza apartó el novio, este no reaccionó, atónito, esperando lo imposible y ocurrió. El hombre sanó a la joven, impuso sus manos sobre la herida y esta se cerró. El novio no dijo nada, mudo, pero con ojos vidriosos de agradecimiento dirigidos a mi. El hombre susurró.
―Las dos están bien ―condenado, eso lo hizo llorar aun más.
El misterioso sanador se levantó, no dijo palabra y se dirigió a la salida. Le seguí cegado por sus milagros, tenia decenas de preguntas en la cabeza, decenas de agradecimientos. Le pedí su nombre, no respondió. Cuando le pregunté como lo había hecho tampoco obtuve respuesta. Ni siquiera se paró a atenderme, abrió la puerta del bar y se internó en la tormenta. Una fuerza irracional en mi me obligó a seguirle, Jim estaría en buenas manos e incluso así algo en ese hombre me llamaba.

Perseguí al hombre a través de la lluvia mientras hilaba callejón tras callejón. No sé porque, pero me daba la sensación que quería que lo siguiera. Andaba rápido, pero no con intención de despistarme. Sentí como la lluvia amainaba poco a poco, pero el cielo aun tronaba amenazador. Pasara lo que pasara esa noche, tenía que descubrir la identidad de ese hombre.
―¡Espere, por favor! ―le llamé, pero seguía haciendo caso omiso de mis llamadas. Empezaba a cansarme de la persecución y de algún modo decidí terminarla. El hombre pareció escucharme y se detuvo en un rincón ensombrecido de una callejuela. Me acerqué con cautela y me detuve ante él, este no reaccionó, solo pude sentir sus ojos sobre mi. La lluvia se debilitaba.
―Quería darle las gracias ―dije inseguro.
―Hice lo que se esperaba de mi ―su voz vibró en mi cabeza, familiar.
―¿Cómo lo ha hecho?¿Cómo.. los ha salvado? ―él me sonrió casi inocente.
―Tu lo sabes bien, pero no escuchas ―su voz suave se alojó en mi mente. Miró mis manos y yo hice lo mismo, las fui levantando y vi como él también alzaba las suyas, dirigiéndolas hacia mi. Entrelazamos los dedos, primero una sensación de calidez me embriagó y de repente sentí un dolor vibrante en mi estómago, como si lo agujerearan, y luego la misma sensación en mi pecho. Era como si algo me penetrara, algo pequeño, fugaz, como una bala. Sentí morir una vida en mi interior y tuve nauseas, luego regresó la calidez y supe que esa vida había regresado. Quise escuchar.
―Has estado demasiado tiempo sin oír, Matthew. Es hora de volver a escuchar ―su voz fue alejándose, hipnótica, familiar. Abrí los ojos y el hombre ya no estaba, allí donde estuviere había un gran espejo de pared y reconocí el rostro del hombre en mi reflejo. Tuve un escalofrío y alguien gritó en la oscuridad, entorné mis ojos a través de la noche. La lluvia había parado y mientras me dirigía hacia los lamentos supe que iba a ocurrir, de nuevo, algo extraordinario.

Barcelona 9 de Junio de 2008