jueves, 31 de julio de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (6)

Capítulo ocho - El carnicero, el mercader y la doncella


Marla miraba sin comprender la tensa conversación entre el hombre bajo y gordo, la guapa chica pelirroja y su misterioso salvador. Más bien no comprendía la ausencia de esta. Laien no respondía a ninguna de las preguntas del hombre, ni siquiera con los doloroso golpes que los guardias, gustosos, le propinaban en el estómago. Marla podía ver el dolor reflejado en los ojos de su salvador, pero su rostro pétreo encolerizaba cada vez más al mercader barrigudo. La chica de cabellos rojos se había sentado junto a Marla, tenía una sonrisa preciosa y sus ojos verdes reconfortaban a la niña. La joven comprendía lo que ocurría, pero sus muecas de asco daban clara su posición respecto a la tortura a la que era sometido el misterioso jinete.
―Volvamos a empezar ―dijo tranquilamente Lear mientras daba orden a los guardias para que aflojaran la presión en los hombros de Laien. El mercader sonrió malévolo―. Tu amo, ¿quién te manda por la joya?
Laien escupió sangre directamente a la cara impoluta del mercader. Uno de los guardias golpeó con la manopla de metal en el rostro del jinete, rompiendo con seguridad un par de dientes. Lear se limpió la sangre del rostro, no dijo palabra. Se sentía seguro, a salvo, todo lo contrario en el violento episodio acaecido en su despacho dos días después. Los guardias lo encontraron encogido en una esquina, tiritando de miedo y con una olorosa marca a orina en sus pantalones. Esa humillación debía ser reparada, aunque fuera con los medios más indignos y porque él tenia el dinero para permitírselo.
―Eres repugnante, Bren-Na ―bufó con una sonrisa maligna Laien. El mercader se volvió, inflado como un pavo real.
―¿Y tu no lo eres? Sé quien eres, señor Kainoh. Un reguero de muerte dejas en Lenya y no tuviste obstáculo en empezar aquí, en Eynea, dejando esos muertos en la posada y al pobre Maine Roverus. El Demonio Carnicero, así te llaman en tu tierra. Si tan repugnante soy, asesino, sin duda tu debes ser el mismo Amal encarnado. Te lo volveré a preguntar, Kainoh. ¿A quién sirves?
―Vete al infierno.
Una sucesión de nuevos golpes sacudió el cuerpo del jinete. Algunas costillas crujieron en el proceso, Laien no pudo evitar soltar un gemido de dolor. Lear sonrió satisfecho.
―¡Basta! ¡Basta! ―chilló Marla zafándose de los guardias y abrazándose a Laien―. ¡Lo vais a matar! ¡Lo vais a matar!
―¿Quién ha dejado entrar a esta mocosa aquí? ¡Que la saquen de aquí inmediatamente! ―rugió Lear echando pestes sobre los guardias.
―¡No! No me separaré de él. Me salvó. ¡Me salvó de esos hombres y yo le voy a salvar de vosotros!
Los guardias rieron mirándose los unos a los otros. El más cercano acercó la mano para agarrar a Marla por el pelo, pero de manera sorprendente la muchacha flexionó las piernas alejándose del guardia.
―¡Cogedla!
Hasta tres de los cuatro guardias se abalanzaron sobre Marla, pero la chiquilla era endiabladamente rápida. Esquivó cada embestida con naturalidad, de una manera casi armónica moviendo el cuerpo como una bailarina. Al primero le mordió un dedo hasta casi arrancárselo y a otro tuvo tiempo de dejarle un mal recuerdo en las partes nobles, Laien creyó que si no hubiera sido tan reducido el espacio de la sala de tortura podría haberse escapado. El tercer guardia cayó sobre Marla, cogiéndola del cuello, se agitó como un salmón en el cebo, pero ya no pudo liberarla.
―Llevárosla al calabozo. Esta necesita unos cuantos azotes para que aprenda ―mandó el jefe de los guardias. Lear asintió satisfecho y volvió a prestar atención al jinete, que no había cambiado el gesto de indiferencia.
La sesión continuó. De Laien no sacaron más que unos pocos gemidos de dolor favorecidos por la rotura de algunas costillas y el aplastamiento de su muñeca desgarrada. Todo ese dolor lo soportaba estoicamente, un dolor necesario, un dolor irrisorio con el sufrido antes. Lear se desesperaba, en su rostro se podía ver que él tampoco disfrutaba de ello, que era un hombre acostumbrado a obtener aquello que deseaba sin esperar mucho por obtenerlo. En cambio los guardias eran como lobos disfrutando con un venado herido. Todo esto lo observaba Maiah, callada en un rincón, y con los ojos clavados en el jinete. A su padre le extrañó que le pidiera acompañarle, pero su padre siempre hacía lo que ella le pedía y pocas veces se negaba. Esta vez no fue distinto. La mujer sentía un fuerte vínculo con el llamado Kainoh, una sensación agridulce que la reconfortaba cuando estaba en presencia de él. Al final Maiah impuso su voz.
―No le vas a sacar nada así, padre. Esta claro que no hablará. Es tozudo como un enano gris. Déjame hablar con él, a solas. Sé que a mi me contará lo que deseas saber, no hará falta más sangre en el suelo. Ya se han divertido suficiente estos perros a los que llaman guardias.
Lear miró a su hija con evidente preocupación.
―No es seguro dejarte a solas con este... monstruo, Maiah. Él dijo que te haría cosas terribles si tenía la oportunidad.
―Sé lo que dijo. Estaba escuchando, aunque sin esfuerzo podía oírse como te amenazaba a ti, a madre y contra mi virtud. Me da igual, quiero hablar con él. Si no habla tendrás una excusa más para mandarlo al cadalso o entregarlo a los magos para que lo examinen.
―Los magos ―bajó la voz―. Estarán tras la pista de este tipejo. No sé de magia, pero sé que lo que vimos en casa lo podía detectar hasta un aprendiz. Sé breve y cuidadosa, hija. Te dejaré un guardia para que vigile.
―He dicho a solas, padre. No quiero a nadie aquí.
A Lear se le encogieron los ojos. Miró a su niña hecha mujer y temió por ella. Echó pestes sobre la educación demasiado liberal que le había dado a su hija, pero ya era demasiado tarde. Se parecía demasiado a él y sabía que aunque se negara terminaría haciéndolo de un modo u otro.
―Esta bien, Maiah. Pero solo diez minutos. A los diez se terminó este juego, ¿queda claro?
―Queda claro, padre. Ah, una cosa más. Traed a la niña aquí, quiero tenerla cerca para que nadie se pase un pelo con ella.

La sala se quedó grande para los tres. Los guardias murmuraban blasfemias y juramentos hacia el posible destino de Laien. Marla se sentó en una silla, mirando el masacrado cuerpo del jinete en silencio. Maiah no estaba sentada, se quedó de pie, mirando a los ojos de Laien. Ambos sintieron un escalofrío.
―¿Quién eres? ―se decidió a preguntar la muchacha sin apagar su verdosa mirada―. Tengo la sensación que nos hemos visto en algún otro momento. Lugar.
Laien no respondió y miró a un lado. Maiah se mordió el labio inferior sin apartar la mirada del jinete.
―¿No respondes? ¿Prefieres que esos brutos vuelvan para terminar el trabajo? Si es eso lo que quieres puedo hacerlo. Solo has de pedirlo o mostrármelo con tu silencio.
Hubo otro silencio. Maiah se resistía a avisar a los guardias.
―No lo sé. Dímelo tú. ¿Quién soy?
―Tampoco lo sé. Pero siento calidez, cerca de ti. Una sensación extraña que nunca antes sentí.
Laien se resistió a admitir la misma sensación. Los ojillos curiosos de Marla saltaban de uno a otro, pero mantenía quieta la lengua.
―Lo sé.
―¿Por qué nos amenazaste? ¿Qué es tan importante para matar por ello?
Laien volvió al silencio.
―Callas. ¿No sacaré nada más? ¿Darme por vencida? Si es así me iré. Si eso deseas saldré por esa puerta para que vuelvan a coserte a golpes.
Maiah se levantó decidida y miró al portón. Dio un paso hacia la puerta.
―No recuerdo quien soy. Donde nací. Quienes son mis padres. Ni hermanos, primos o hijos. Mi mundo se limita a las sombras anteriores a renacer desnudo en un campo de arroz en medio de Lenya hasta este momento. He matado gente, he robado, he engañado y he asesinado a sangre fría. No me arrepiento de nada. Soy aquello que me llaman, un carnicero. ¿Por qué? Por venganza. Busco la venganza a través de la sangre de mis víctimas. Mírame. No podrías decirme que edad tengo, ni que cicatriz fue anterior a otra. Mis ojos han perdido el color de la vida y mi cabello en gris como el de un anciano. He caminado durante setenta años a través de la muerte, sin vacilar, sin remordimientos. Hombres, mujeres, niños y ancianos han sido mis pasos. Sin piedad. Sin cuartel. En nombre de la venganza soy el monstruo que busca a su igual. Dime, doncella que siente calidez a mi lado, ¿qué buscas? ¿un compañero? ¿alguien que te comprenda? Perdí la sensibilidad el mismo día que estrangulé a un niño de cinco años con mis propias manos. Busca a otro a quien ayudar, porque mi alma es tan oscura que aunque fuera iluminada por la Luz de Eldor solo serviría para ver más claramente mis atrocidades.
Maiah se quedó callada. No quiso mostrarlo, pero aquello que aquel hombre atado a una silla y lleno de cardenales le repugnó. Marla se removió nerviosa en su silla, miraba con ojos encogidos al jinete que había bajado la cabeza. La hija de Lear tomó delicadamente la mejilla de Laien hasta la altura de sus ojos. El corazón de ambos palpitaron desbordados.
―No puedo odiarte. Tus palabras, tus actos. Eres un monstruo, un diablo encarnado. Y no puedo odiarte, ¿por qué? ¿por qué tus palabras no me repugnan? Tiemblo al pensar en lo que eres, pero no tengo odio. Solo miedo. ¿Por qué?
Marla escuchó como el jinete respondía con voz áspera. A su vez Maiah encontraba fuerzas para contestar con delicadeza al jinete. La pequeña no comprendía nada de aquello. El demonio al que quería dar muerte el jinete, la joya con la que pretendía usarse para tal fin y su largo camino de sangre a través de Lenya. Para Marla sólo había un hombre con ninguna razón para vivir y demasiadas para morir y a su lado una joven muchacha que se estremecía al escuchar la sangrienta historia del jinete venido del sur.

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