viernes, 19 de septiembre de 2008

Cuento - No hay finales felices

Buenas a todos,

Os presento la pequeña narración de una escena que tiene lugar en el mundo de fantasía de Reinos Olvidados, aunque no lo conozcáis no hace falta, puesto que todos los datos "fantásticos" o no existen o son muy entendibles. Me gustó escribir esta historia y del modo que esta construida puede tratarse de un pequeño cuento corto.
Disfrutadlo si gustáis.

No hay finales felices


―Déjame verte esa muela. ¡Uh! ¡Qué diente más negro! Tendremos que sacártelo.
La niña, de apenas cinco años, miró a Ivan con ojos curiosos. Por unos instantes había olvidado su intenso dolor de muela. El médico sonrió y se levantó. Alienna, la pequeña, siguió los pasos del hombre que hablaba con dos enfermeras monjas de San Annur. Una vaga sensación de miedo hizo presa de ella. Ivan volvió a acercarse.
―¿Me va a doler más? ―preguntó Alienna suplicante, con voz quebrada. Ivan sonrió paternal de nuevo y le acarició la mejilla.
―Solo un poco, pero ya no te dolerá más. Soy un ladrón, ¿recuerdas? Un ladrón que roba el dolor de la gente.
La niña abrió mucho los ojos. Casi parecía haberse olvidado del dolor.
―¿Y qué haces con el dolor que robas? ¡Eso es imposible! ―alzó la voz un poco, pero pronto recordó que el dolor de muelas aun no se había ido.
―Pues como buen ladrón. Lo vendo. ¿Sabes dónde? Voy a los Dientecillos, a ver unos duendes ―mientras le contaba la historia, un par de enfermeras se colocaron a los lados de Alienna que ni se dio cuenta―. A ellos les vendo el dolor que robo de la gente, y yo me hago rico con ello.
―¿Eres rico? ¡Vaya una tontería! Si fueras rico no estarías aquí. Estarías con los hombres gordos del Distrito de los Ricachones.
El médico volvió a sonreír, ya tenía en las manos las tenazas. Volvió la mirada una vez más a la pequeña, que lo miraba expectante.
―Hay muchas clases de riqueza, Ali. Yo soy rico en dolor.


La puerta casi se quebró del portazo que Ivan le propinó al abrir. El corazón le latía salvaje, brutal, en apenas un instante tuvo la sensación de que el mundo se iba al garete y él era el primero en caer. Los gritos de agonía de Marlien, los había reconocido. A Ivan le temblaba la rodilla derecha.
―¿Qué ha pasado? ―alcanzó a decir, obligándose a controlarse. Drazharm, que le echaba dosis de pociones curativas en la espalda se volvió hacia él.
―¿Qué importa eso? ¡Se muere! ―la voz fría del mestizo zozobró, sonó quebrada.
―¡He preguntado que coño le pasa! ―bramó en un arranque de descontrol, Drazharm se levantó furioso, mirando fijamente al médico. Ivan pudo al final encerrar todo rastro de emoción en su baúl.
―¡Se muere! Eso pasa.
―He de saber que le ha pasado. Debo tratar sus heridas. ¿Qué le ha pasado, Drazharm?
El mestizo también se calmó.
―Los osgos. Se ensañaron con ella.
Ivan asintió y se volcó en Marlien. La paladina había perdido la conciencia. En ocasiones volvía en si, convaleciente, para regresar entre terribles dolores y echar terribles gemidos. Ivan le comprobó el pulso y examinó las heridas. Todo rutinario, maquinal, profesional, pero esa vez no era un simple caso. En la espalda se sucedían terribles heridas, muy profundas, hechas con arma blanca, pero lo que llamó especialmente la atención y preocupación de los dos varones fue la carne abierta hasta el hueso, palpitante, en el que asomaba la columna vertebral. En la herida aun aguardaban restos de ácido que empeoraban cada vez más la herida. Ivan maldijo para si, se puso manos a la obra.
―Tranquila, preciosa. Te pondrás bien ―la voz endulzada de Drazharm dirigiéndose a Marlien violentó a Ivan. Reunió fuerzas, voluntad, y volvió a encerrar sus sentimientos. No sabía que esa noche, volverían a aflorar.


Habían pasado diez minutos. Los lamentos de Marlien seguían, no debía haber razón alguna para ello. Drazharm e Ivan finalmente hallaron el causante, un pequeño bulto bajo la piel de la paladina. La reacción de Ivan fue casi instantánea.
―Dame una daga.
―No tengo una daga, ¿para qué la quieres?
―Para abrir. Necesito algo cortante, tiene algo ahí dentro. He de sacárselo.
Fueron unos instantes largos, eternos. En un arranque de furia el mestizo agarró su espada y empezó a golpearla contra el suelo, esperando romperla. Era una espada de calidad, ni se arañó. Mientras Drazharm golpeaba la espada, Ivan cayó en la cuenta del cuchillo de recolector. No estaba preparado para cortar carne, no de ese modo, pero no había alternativa. No había vuelta atrás. Y entonces Ivan, abrió el arcón de los sentimientos encerrados mientras Marlien se encontraba sin conocimiento a su lado.
―¿Recuerdas, Mar? Estamos en la casa de Ilmáter, el Dios del Lamento. El que comparte las penas, el sufrimiento, con todos nosotros ―empezó a cortar el bulto, Marlien ya no tenía fuerzas para gritar, nada―. Todo el dolor, todo el sufrimiento físico, pero hay dolores que no pueden ser aligerados. Hay dolores que te acompañan allí donde vayas, porque no hay poder divino capaz de arrancarlo de nosotros. Te voy a curar, ¿sabes? Te curaré, no te perderé. No perderé a nadie más, a nadie más.
La sangre salía a trompa, pero asomó pronto la raíz del problema. Un pedazo de espada quebrada, derretida por el ácido. Ivan cogió las pinzas, mientras curaba, le hablaba al sueño de Marlien.
―No hay finales felices. Jamás los ha habido, nunca. ¿Sabes por qué? Los finales felices son irreales, son una fantasía, porque el amor es sufrimiento. Sufrimiento por el otro. Es sacrificio, es darlo todo esperando recibir lo mismo. No hay finales felices porque la felicidad es algo puro, inocente, inalcanzable y para obtener la felicidad hay que dar cosas a cambio, sacrificar un deseo por otro.
Limpiadas las heridas, el médico empezó a suturar. Su voz se iba quebrando, poco a poco, lejana, como las ondas en el agua.
―Y si Ilmáter me ha dado un don, un conocimiento, un saber.. para aliviar el dolor y el sufrimiento de la gente.. Lo rechazaría, lo entregaría, lo sacrificaría si fuera necesario para salvarte. Ese sería mi sacrificio y se lo ofrezco al Dios del Lamento. No hay precio suficientemente grande para ti, de mi. Lloraría mil muertes antes que perderte, es por eso que no hay finales felices. La felicidad es pasajera, caprichosa, pero cuando la obtienes debes aprender a conservarla y eso es a base de sacrificios. Así funciona el mundo, así es. No existe final, porque la felicidad no tiene final, cuando se obtiene, en ese instante, se hace eterna.
Las curas llegaron a su fin. Ivan se levantó, ninguna lágrima se asomaba, ningún resquicio de aparente dolor se reflejaba en sus ojos. Miró a Drazharm, que se mantuvo en silencio, sin decir nada.
―Tendrá que guardar cama mucho tiempo. No la dejes darse la vuelta, la espalda debe reposar. El médico ha hecho su trabajo.
Mientras cruzaba la puerta, el mestizo se volvió hacia él.
―No, el médico no. El amigo de Mar. El médico y amigo de Mar.
Ivan no se detuvo, no quiso escuchar. Quería estallar y huir. No se detuvo.


―¿A qué viene esa cara tan larga?
―¡Me hiciste daño, ladrón de dolor!
―Pero has de sonreír, pequeñaja. Si no sonríes estás muy fea.
―No quiero sonreír. ¡Me duele!
―Claro que te duele. Te he quitado un diente. Eso ha de doler, pero que te duela no quiere decir que pongas esa cara.
―¡Me duele! ¡Me duele!
―Aunque te duela, nunca dejes de sonreír. ¿O es qué no sabes sonreír?
―¡No sé sonreír! ¡Me duele!
―Tonta. Déjame enseñarte. Se sonríe así, ¿ves? Aunque duela, nunca dejes se sonreír, pequeña, porque nunca sabrás que te deparará el futuro.
―¿Sonreír aunque duela? ¡Vaya una tontería!
―Lo sé, ¿pero es que acaso dije que fuera listo?
―¿Por qué no eres listo?
―Porque no creo en los finales felices.

jueves, 11 de septiembre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (9)

Capítulo undécimo – Planes


Era un océano de colores, de estandartes, de escudos y blasones el que decoraba la sala real del rey de Eynea, allí en el antiguo palacio imperial de Talía. Una alfombra roja, ribeteada con colores dorados y plateados recorrían sus flancos de los cuales se sucedían los hombres de los viejos emperadores belenios. El imperio belenio hacía milenios que desapareció, dejando su huella únicamente en las ruinas en un mundo que heredaron Eynea y Lenya. Los eyneos continuaron con las instituciones imperiales, poco a poco mejoradas y, luego, olvidadas por los nuevos tiempos. Eynea era la heredera espiritual del que fuere primer imperio humano del nuevo Mundo tras el hundimiento de la Gran Isla, Eynea era la cuna de la civilización humana. Y el rey de Eynea es el padre de esa cuna, y el padre es el emperador de todos los hombres.
Aldous Sachais avanzaba sin ceremonias por la alfombra, esquivando cortesanos y nobles que le salían al paso. El cargo de mariscal de Eynea conllevaba un gran honor, pero también una gran presión, y muchas tentaciones. Aldous era un Sachais, de los primeros que se alinearon con el héroe Eyneus, padre fundador de Eynea, y por ello una de las casas nobles más respetadas. Para el mariscal solo existía la sincera lealtad al rey, ahora el rey precisaba de su lealtad. Ahora más que nunca. Sorteó los últimos cortesanos e hincó rodilla en la alfombra, delante de su rey.
―¿Cuantos, Aldous? No me ocultes las cifras. ¿Cuantos vienen?
Al mariscal no le tembló el pulso ni la voz.
―El único batidor que regresó nos informó de un número no inferior a los seis mil, Su Majestad. El doble que la última vez.
El rey Evertus seria un monarca menor en los anales de Eynea, olvidado a la sombra de los grandes señores eyneos, su reinado discurriría en una de las tantas épocas menores de la Historia Eynea. Evertus no tenía nada que envidiar a los grandes reyes pasados y futuros. Rondaba los cincuenta años, pero aun mantenía un cuerpo firme y atlético, no había perdido el color del pelo, únicamente las traicioneras arrugas que campaban en su rostro delataban su edad. Muchos reyes ganan la lealtad de sus súbditos únicamente por su condición, Evertus la ganó como hombre en el campo de batalla y la genial gestión del reino.
―Demasiados. Ni todo el ejército real podría pararlos más que un tiempo. Estamos exhaustos, Aldous, no podemos armar un ejército para esta guerra. Pero contra el Enemigo no hay más lenguaje que la espada y la sangre.
―Los demonios de Ah'mid serán vencidos, Su Majestad ―asintió convencido el mariscal con firmeza― Los venció en el pasado. Puede volverse a hacer.
El rey se levantó. Se movía lentamente.
―En el pasado yo era joven, mariscal. El Enemigo movilizó muchos menos de sus monstruos, nuestro ejército era mayor. Las posibilidades se escapan, amigo. ¿Adonde se dirigen?
―A Émpora, Su Majestad.
El rey reflexionó, echando un vistazo al mariscal con cansancio.
―Moviliza el ejército. Les atacaremos antes de que lleguen a la ciudad. Manda mensajeros a Kessara, a Lenya, incluso a Oóntur. Pide ayuda. Diles que Eynea pide ayuda al mundo. Si nosotros caemos, el resto nos seguirá al infierno.

La tierra olía a azufre y los prados eran negros como antracita. Desde una pequeña colina Bazalbuferr contemplaba su ejército. Un mar de cuernos, alas membranosas y lanzas se agitaba repugnante entre alaridos de torturados y rugidos de torturadores. El ejército de la Ciudad Prohibida esperaba la orden de avanzar.
―Será una guerra gloriosa, mi señor ―anunció triunfal el demonio, sin apartar la mirada de la horda demoníaca. Se volvió a sus espaldas, encarándose a un gran espejo de dos metros de altura que no reflejaba más que una sombra oscura.
―Habrá guerra. Así lo mandáis. Así será.
Del espejo surgió una voz vibrante, lejana, pero profundamente oscura y maligna.
―Es tu guerra, Taimado. Tu guerra. La guerra es mi mundo, mi ser, mi alimento. Pero no te atrevas a decidir por mi, esclavo. Yo soy la antesala de la Muerte, su Heraldo, el Portador del Final. No haces esta guerra por devoción a mi, tu dios y tu señor, lo haces por miedo. Por temor a aquello que se oculta en esa ciudad humana. Tan cobarde eres que estas dispuesto a dejar vacía mi ciudad por el miedo a un hombre. No te confundas, Bazalbuferr, es tu guerra, pero yo me alimentaré de ella.
Al demonio le recorrió un miedo sobrenatural por todo su ser. Le tembló la voz un instante.
―Haré de esta guerra un digno sacrificio a vos, mi señor. Destruiré al mortal con mis manos y asolaré su mundo como ofrenda a ti, mi dios.
Pasaron unos largos minutos de silencio. Bazalbuferr no se atrevió a moverse siquiera de su sitio.
―Disfrutaré de tu guerra mientras dure, Taimado.

Era una oscuridad fría, claustrofóbica, pegajosa. Los pasos de Laien se alejaban de sus pies, vibrando en eco a través de la tiniebla. Recuerda. Sentía una presencia detrás de él que lo perseguía. Trató de huir, pero se había quedado inmovilizado. Recuerda. Solo pudo volverse hacia una luz cegadora, cuyos hilos cortaban la sombra como cuchillas. En medio de la luz, una figura humana caminaba hacia él, pudo sentir el calor, la tranquilidad. Recuerda. La tranquilidad se esfumó. Otra figura, hecha de tinieblas, se echó encima de la silueta a contraluz. Lo último que recordó fue la angustia de ver, sin poder hacer nada, como la sombra destrozaba la luz. Recuerda. Y pasaron incontables eras.
―¿Está muerto, Maiah?
―No. Vive. Está inconsciente.
―¿Cuando despertará?
―No lo sé. Ojalá no lo haga nunca.
―¡No digas eso! Kainoh despertará. Se pondrá bien.
―Es un monstruo. Tiene ahora más demoníaco que de humano. Fíjate en esa espada, maldita. Aun no sé porqué decidí ayudaros. Esto es una locura. Una locura.
Las tres voces se alejaron. Regresó la oscuridad y pasaron incontables eras.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (8)

Capítulo décimo – La bestia


Los guardias los separaron bruscamente. Tomaron a Laien por la armilla de cuero arrastrándolo hacia la puerta. De nada sirvieron las protestas de Maiah, su padre se había cansado de la larga conversación con el asesino.
―He sido muy generoso, Maiah. Ahora mi generosidad ha llegado a su límite. Márchate a casa, llévate a la niña si quieres, pero aquí terminasteis vuestra función.
Maiah aceptó refunfuñando el mandato de su padre. Marla no tuvo más remedio que acompañar a la hija de Lear fuera de los calabozos.
―¿Qué le pasará a Kainoh? ―preguntó preocupada. Maiah se detuvo arrodillándose delante de la niña.
―Oíste que dijo, ¿verdad? Kainoh ha hecho muchas cosas malas, deberá ser castigado ―a Maiah le costó articular esto último.
―¿Qué castigo?
Maiah abrazó a Marla con fuerza. La niña se aferró a la muchacha, no entendía, no quería comprender, pero aun así sabía que ese abrazo no significaba nada bueno.
―No pienses en ello, ¿vale? Vamos a mi casa, allí podrás lavarte y comer. Que necesitas un buen baño, pequeñuela.
―¿Se va a morir, verdad?
Maiah se quedó callada.
―Lo van a matar. ¡Me salvó en los calabozos! Ningún hombre malo salva a una niña. Lo sé. Kainoh no es malo, me salvó. No me creo que hiciera nada de lo que dijo. Kainoh no es malo. ¡No lo es!
―Ojalá fuera tan sencillo, pequeña. Ojalá lo fuera.


Lo llevaban cuatro guardias rodeándolo en rombo. Laien llevaba grilletes en las muñecas y los tobillos, unidos por una roída cadena que tintineaba a cada paso del jinete. Dos guardias cogían por los brazos a Laien, uno abría la marcha y otro la cerraba. A Laien le costaba andar y un dolor palpitante se enroscaba en su muñeca derecha, la carne roja del músculo aun estaba al aire y ya presentaba los primeros síntomas de infección, también había perdido la sensibilidad de la mano.
Lo llevaron a lo largo de un laberinto de pasillos húmedos, Laien trató de memorizar el camino, pero tenía la mente turbia por el dolor. En medio del dolor se alzó la voz siempre enérgica de Kainoh.
Moriremos si seguimos así. Tenemos que salir de aquí.
Kainoh. Usa tu magia curativa, sobre todo mi cuerpo. Todo tu poder. Todo.
No sé si es buena idea, Laien. Quedarás muy débil y si eso pasa podrían ser peores las consecuencias que los remedios.
Tú hazlo.
Así lo hizo.
―Os daré una oportunidad de vivir. Salid de aquí. Ahora ―la declaración de Laien provocó algunas risas y un nuevo puñetazo en el estómago.
―¡Callarsus! Como te vuelva a oír te curro la cara hasta que sangres por las orejas.
―Lo siento por vosotros entonces.
La soldadesca se miró alternativamente escupiendo amenazas al reo. Fueron sus últimas amenazas. Un dolor horrible recorrió cada parte del cuerpo de Laien. La cabeza le vibró sacudiendo el cerebro hasta el límite de explotar, el jinete no pudo reprimir un horrendo grito que se propagó por los pasillos como el lamento de una bestia de ultratumba. Laien empezó a sentir un calor creciente, la sangre le bullía ácida y los músculos palpitaban rompiendo su piel. Los ojos se agrandaron tornándose amarillos con pequeños puntos rojos como iris. Los gritos de agonía de Laien no cesaban y la masa muscular del jinete empezó a crecer y a encorbarse, sus uñas se tornaron garras y en su cabeza crecieron unos diminutos cuernos. La armilla y los pantalones de cuero no pudieron contener la carne dentro y estallaron por las costuras. La piel se tornó rojiza y un desagradable olor a azufre exudaba de Laien, pero ya no era Laien, era la viva imagen de una bestia diabólica. Los guardias que lo flanqueaban los empotró contra las paredes rompiendo sus columnas como palillos. Al soldado de delante le atravesó el estómago con las garras. El de retaguardia empezó a huir gritando de horror. No llegó lejos, la bestia se lanzó sobre él tirándolo al suelo antes de oírse crujir su cráneo.
Laien aulló salvaje, recorriendo los pasillos de los calabozos. No se detenía para matar a cuantos se encontraba al paso, el simple impulso de la bestia derribaba cualquier oposición. Laien se detuvo ante la rendija por la cual la difusa luz de las estrellas trataba de adentrarse en las mazmorras, la bestia ayudó en el cometido arrancando los barrotes con suma facilidad. La bestia era libre.

En el exterior salió una pequeña plazoleta rodeada de casas y el muro de los calabozos. Aullaba como un lobo, descontrolado, irracional, peligroso. Un silbido detuvo la danza de la bestia, el silbido de un virote de adamantio que penetró en la carne del hombro de Laien.
―Despertarás a toda la ciudad, demonio ―era un hombre bajito y narigudo, tan bajito y narigudo que era obvio que se trataba de un gnomo. Llevaba un abrigo de piel, largo y gris que le llegaba por los tobillos, una camisa de lino blanca y pantalones de punto marrones, unas botas de piel le cubrían toda la espinilla. Llevaba un estrafalario sombrero picudo negro que le traicionaba revelando su procedencia meronesa. El gnomo sostenía una ballesta de mano, del cinto colgaban hasta tres más, todas cargadas, y en la armilla podía apreciarse un generoso surtido de artefactos, botes e instrumentos de desconocido uso.
Laien rugió mirando al hombre de la ballesta. Dio un imposible salto de seis metros plantándose sobre el tejado de una de las casas de la plazoleta. Emprendió una huida por los tejados acercándose a la muralla.
―Oh no, hermano. Eso no ―murmuró el meronés arrancando una carrera por entre las callejas, siguiendo la pista de Laien. La luna marcaba el camino.
No era la primera persecución para el cazador de monstruos Cadei Stratopolos. La gente se sorprendería con la facilidad que huyen muchas de esas terribles y sanguinarias criaturas que los atormentan. Solo hace falta una oposición demasiado grande para estas, aunque fueran bestias ansiosas de muerte no significaba que debieran ser tontas. Mientras torcía las callejuelas siguiendo los aullidos de su presa, Cadei se preocupaba. Bien que las bestias huía cuando se encontraban en desventaja, pero esa bestia juzgaba que podía estar de todo menos asustada. Giró a la derecha y a la carrera tomó un vial de contenido anaranjado, el cuerpo del gnomo tembló unos instantes y enseguida se sintió mucho más ágil y rápido. Al poco tiempo se topó con los bloques de piedra de la muralla, hacia un callejón sin salida. Sin salida para un aficionado.
El griterío y las alarmas se extendieron por Émpora. Las patrullas se movían excitadas hacia Laien y Cadei, agitando nerviosamente las alabardas y cargando las ballestas. Los soldados no son problema, reflexionó el cazador, los magos malhumorados sí lo son. Cadei extendió su brazo izquierdo y apunto a una de las vigas de una casa, activó un mecanismo oculto en su muñeca y salió disparado un arpón. El proyectil se incrustó en la madera, cuando notó la tensión el cazador mandó recoger la cuerda alzándolo al vuelo. Se ayudó de unas cajas al lado de la calle, ascendiendo sobre el nivel del suelo y se impulsó balanceándose con la cuerda. Directo a la muralla. Sus sentidos agudizados por la poción le garantizaron una buena caída. El meronés se agarró a los bloques de piedra que sobresalían mal colocados y empezó a escalar con rapidez aprovechando cada saliente, hendidura y porosidad del muro. Ascendía como alma que lleva el diablo a por el diablo.
De un impulso final el gnomo se presentó en la cima del muro. Allí le esperaba la bestia, encogida toda ella dando una falsa sensación de seguridad al cazador. Los ojos malignos de Laien se cruzaron con los de Cadei, se midieron y se encontraron a un rival que no se dejaría intimidar. Laien empezó el ataque, atacando en tromba a por el gnomo, pero este reaccionó felino echando mano de un saquete que lo tiró contra el suelo, liberando su contenido. Una densa nube de humo gris se propagó envolviendo a los dos rivales, Laien se detuvo en seco y empezó a toser grotescamente. Cadei sonrió triunfal.
El humo contenía una mezcla de partículas de ang, la materia antimagia. Cualquier ser viviente del mundo sufriría dolores intensos expuesto a ese humo, más aun una bestia mágica como era el demonio al que se enfrentaba Cadei. Aprovechando la ventaja el meronés desenfundó una ballesta de mano y disparó a ciegas, pero con precisión sobrenatural que se clavó en el pecho del demonio. Cadei cargó la ballesta de nuevo, volvió a disparar. Otro impacto. La muralla tembló por los alaridos del demonio, que a pesar del humo y las heridas avanzaba inexorable hacia el gnomo. De repente una luz envuelta en llamas alumbró el cielo, disipando al instante la niebla. La luz impactó en la muralla haciendo un gran estruendo, arrancando pedazos de la muralla que hizo llover su roca sobre la ciudad. Cadei se vio arrastrado por la onda expansiva, antes de perder el conocimiento pudo maldecir en todos los dialectos meroneses a los magos.