lunes, 4 de agosto de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (7)

Capítulo nueve - El Túmulo de la Plata


Las colinas bajas de Lenya son hogar de muchos cuentos. Viejas necrópolis de tiempos antiguos, criaturas míticas de las que aun se dice encontrar en esta tierra o perdidos senderos que llevan a altares de dioses olvidados. En Lenya el tiempo y el mito se mezclan, se funden en una tierra de leyendas que ni el más sabio erudito conoce en totalidad. La región de Lao-Kana, al norte de la meseta de Kesa, es famosa por su gran campo de túmulos que provienen de los tiempos del desaparecido imperio belenio. Uno de los más conocidos es el Túmulo de la Plata. Cuenta la leyenda que tras una gran batalla entre las legiones belenias y una horda de bárbaros del sur los muertos se amontonaban que ni los cuervos daban abasto a todos ellos. La soldadesca belenia, vencedora en el choque, tuvo la desagradable labor de poblar el campo de batalla de piras de cadáveres. Las armaduras las devolvieron a las familias de los muertos, las armas volverían a usarse en manos de nuevos soldados y sus escudos fueron amontonados sobre la fosa de una de las piras. Tantos eran que los escudos terminaron por formar una pequeña colina de metal y cuero. Se dijo que el sol reflejado en el acero de los escudos inundaba de un níveo reflejo, tal era el brillo que parecía que los mismos escudos parecían estar hechos de plata. Al lugar se le llamó el Túmulo de la Plata y fue abandonado. Los tiempos enterraron de tierra y arena la colina de metal, escondiendo los restos a la vista de los saqueadores y a su alrededor se fueron formando nuevos túmulos, como pequeños hijos del original. Las leyendas hablaron de la plata que escondía esa vieja tumba de tierra y arena, pero aquellos sin escrúpulos que alguna vez llegaron a saquear el reposo de los soldados belenios únicamente hallaron restos de escudos oxidados.
El jinete aguardaba junto al túmulo de la leyenda. Un mes antes de su llegada a Émpora. Esperaba su víctima, paciente. Llegará en breve, dijo Kainoh.
―Eso espero ―murmuró en voz baja ajustando las dos espadas en su cinto. La yegua se movió inquieta, sintiendo la presencia más allá de las neblinas de la mañana que ocultaban el sendero entre los túmulos.
No temas, Cosechador, Keren siempre se detiene aquí. Es su pasión, es un jodido depravado.
A Laien le impregnó una sensación de asco al imaginarse la escena, pronto la expulsó de su mente. En su interior oyó la tenebrosa risa de su demonio guardián. Cosechador, te asombraría saber quien es el guardián de Keren y de la naturaleza de su poder.
―No lo sé ni me importa ―sentenció en voz baja acariciando el lomo de su yegua baya.
Haces bien, Laien. No nos interesa saber más de lo que queremos saber, ella se usará de sus artes para engañarte. Toma precauciones.
Laien no respondió a la advertencia de Kainoh. Soplaba un viento suave y frío. Las nieblas matinales se resistían a desaparecer. Al este se veía un borrón anaranjado del sol agazapado más allá del Mar de Eynea. No se oía un alma, pero no tuvo que esperar mucho más. Entre las nieblas llegó el sonido de algo que se arrastraba, Laien afinó el oído y pudo discernir que más bien era algo que arrastraba a otro algo. Una voz desquiciada y aguda se propagó por el silencio.
―Sí, querida, hoy disfrutaremos. Sí, sí, juntos. Este mozo tiene buena planta, es vigoroso, es apetitoso, es sabroso. Sí, mi amor, lo disfrutaremos. Juntos.
Es él. Laien bajó de la yegua y se adentró sin decir nada en las sombras blancas de la niebla.
―Sabroso, sí. Querida, hazle tener carne de nuevo, dusfrutaremos, sí. Carne en su trasero, hazlo, hazlo.
El jinete reprimió el asco. Dejo gobernarse por su ansia de matar. Una voz femenina se coló en la telaraña de humedad de los túmulos.
―Calma, querido. Quizá hoy probemos a un vivo.
Nos ha descubierto, Mialai nos ha descubierto, advirtió el guardián. Que más da, respondió Laien sin frenar su avance.
El jinete llegó a un claro envuelto en un anillo de niebla que no se atrevía a adentrarse. En el centro estaba el jorobado Keren. Era bajo como un trasgo y feo como un troll, las verrugas y pústulas se desordenaban por su rostro. Llevaba un raída túnica gris y un bastón improvisado de tejo. A sus pies había el cuerpo de un muchacho de no más de quince años, Laien calculó que no llevaba más de un mes muerto. Apestaba horriblemente. Los ojos de Keren brillaron al mirar a Laien, no era un brillo propio de un humano, era un brillo diabólico.
―Oh, Cosechador. Que honor vengas tu por mi ―dijo Keren, poseído por la voz de Mialai. Laeien notó como Kainoh se enervó de furia.
―No será por el motivo que crees ―contestó frío acercando su mano a la espada oxidada.
Mialai rió cantarina como una ninfa y miró con una sonrisa desenfadada al jinete.
―Ojalá el Amo me hubiera atado a ti, Cosechador, y no a un engendro como Keren. Créeme, disfrutaríamos mucho. El uno y el otro.
Los ojos de Keren volvieron a brillar con un reflejo rojizo, en un abrir y cerrar de ojos Keren ya no estaba. En su lugar había una mujer de terrible belleza. Una mujer por la que cualquier hombre mataría. Un ligero manto transparente cubría su cuerpo dejando que sus formas no se ocultaran tras la tela, Mialai se acercó insinuante a Laien.
―Atado a ese arrogante Kainoh. Un espíritu traidor, un inmortal que no pertenece a ninguno de los dos mundos. ¿Te lo ha contado? No, seguro que no. Es traicionero, vil, mentiroso. Yo también lo soy, pero yo puedo ofrecerte más, mucho más. ¿Qué puedes perder?
Mialai pasó su mano por la mejilla de Laien, el jinete se relajó al tacto. Demasiado tiempo sin una mujer, aunque fuera una diablesa del placer.
―¿Notas mis manos, Cosechador? ¿Quieres notar mi lengua? ―susurró lamiendo la oreja derecha de Laien, Kainoh reaccionó con furia y estrépito, se adueñó del cuerpo del jinete.
―¡Saca tus zarpas del encima del Cosechador, súcubo! ―rugió apartándola de un golpe. Mialai saltó felina y rió como una adolescente.
―Kainoh, cuanto tiempo sin oír tu viril voz.
―Demasiado poco tiempo, ramera. De buena gana te destriparía aquí mismo ―la súcubo hizo crecer de entre sus omóplatos dos membranosas alas de murciélago, alzó el vuelo flotando delante del jinete.
―Estoy segura que lo harías, traidor, pero creo que tu protegido no esté tan de acuerdo contigo. Mírale. Tan falto de amor, de cariño, del carnal y placentero tacto de una mujer. Solo muerte, el Demonio Carnicero, ni siquiera un demonio busca negarse el placer. Pero él también es mortal, tiene deseos mortales. Mortales deseos en un alma endemoniada. Yo puedo dárselo y él lo sabe, tú se lo niegas, ¿quién eres tú para negarle esos placeres?
Kainoh se hinchó de odio, pero ni todo ese odio pudo oponerse a la voluntad de Laien que volvió a tomar el control. El guardián del jinete se hundió en las tinieblas de su mente, Laien no quiso escuchar más. Mialai suspiró con una sonrisa sensual y maligna.
―Entrometido, Kainoh. No entiende lo especial que eres, Cosechador. No entiende que no puede dominarte a su antojo como lo hago yo con Keren. Él es mío, igual que Kainoh es tuyo. Ven, mi querido, seamos el uno del otro.
La diablesa se posó ante él. Laien sonrió satisfecho, ella hizo lo mismo y empezó a desnudarlo con palpitante deseo. Él la deseó a ella y ella se dejó desear.
―¿Ves? Kainoh jamás podría darte este placer. El placer de la carne. Yo sí ―luego gimió teatralmente encima de él. Laien gimió con ella, pero no contestó.
―Abandónalo, entrégate a mi y yo me entregaré a ti, Cosechador. Yo te daré placer carnal y tu a mi el placer de dar muerte a los mortales. Te lo daré todo ―sintieron el éxtasis entre los túmulos. Laien sintió como su mente explotaba de placer, pero rápidamente cobró su frialdad mirando a la entregada diablesa.
―Hay una cosa que tú jamás podrás darme, Mialai ―la súcubo lo miró con ojos entrecerrados―. No puedes darme el mismo odio que Kainoh siente por tu amo.
La diablesa no pudo reaccionar. La hoja de la espada oxidada atravesó el abdomen cruzando el torso de la súcubo hasta salir por el cuello. Mialai chilló horrorosamente tratando de desagarrar la carne de Laien con sus garras, pero apenas pudo invocarlas. El jinete convocó las runas de la espada. La hoja se ennegreció y mientras las almas empezaban su llanto fúnebre, la muñeca de Laien se unió a la empuñadura de la espada. Mialai lo miró con ojos iracundos.
―Te veré en el infierno ―siseó agonizando.
―Yo no lo creo ―la espada brilló junto a Mialai. Los lamentos de los muertos se hicieron más fuertes y una nube de almas envolvió a la diablesa―. No saldrás de este mundo para regresar al tuyo.
Mialai chilló de nuevo, desesperada, sintiendo como su espíritu era atrapado y absorbido por las almas de la espada. La hoja negra brilló roja escasos instantes y luego volvió a su oscuridad. En el lugar de Mialai quedó la cáscara chupada hasta el tuétano del jorobado Keren. El jinete se levantó y envainó la espada que perdió su poder mágico al instante. Empezó a vestirse, despacio, pronto sintió de nuevo la presencia de Kainoh en su mente.
―¿Descubriste algo, Kainoh? ―murmuró sintiendo el calor del sol que ya empezaba a salir y dispersaba la niebla.
Sé donde se encuentra la gema, Cosechador.
―Bien, iremos hacía allí.
Algo más, Laien. Vi algo más. El puente entre Mialai y la Ciudad Prohibida era mucho más estable de lo que creí posible. Vi a Bazalbuferr contemplando en un espejo, lo usaba como ventana para espiar a una muchacha de cabellos rojos. Creo que era algo importante, algo sobre tu pasado.
―Olvídalo, Kainoh. Mi pasado ya no importa, solo nuestra venganza de Bazalbuferr. Solo importa eso.
Como desees, Cosechador, olvidaré el asunto. Debemos ir a la ciudad de Émpora, en Eynea. Debemos encontrar a un mercader llamado Lear Bren-Na.
Y el jinete cabalgó hacia su destino.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sam nene, a ver si vamos actualizando, que esto se va a hacer más largo que el Portal de los Lamentos, el cual, ni siquiera acabaste XD

David "Sam" Carreras dijo...

Buenas Gwydion!

Tranquilo, que sigo trabajando en ello xD
Me he propuesto ser serio y terminar lo que empiece, aunque solo sea por una vez jaja

Sam,