jueves, 11 de septiembre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (9)

Capítulo undécimo – Planes


Era un océano de colores, de estandartes, de escudos y blasones el que decoraba la sala real del rey de Eynea, allí en el antiguo palacio imperial de Talía. Una alfombra roja, ribeteada con colores dorados y plateados recorrían sus flancos de los cuales se sucedían los hombres de los viejos emperadores belenios. El imperio belenio hacía milenios que desapareció, dejando su huella únicamente en las ruinas en un mundo que heredaron Eynea y Lenya. Los eyneos continuaron con las instituciones imperiales, poco a poco mejoradas y, luego, olvidadas por los nuevos tiempos. Eynea era la heredera espiritual del que fuere primer imperio humano del nuevo Mundo tras el hundimiento de la Gran Isla, Eynea era la cuna de la civilización humana. Y el rey de Eynea es el padre de esa cuna, y el padre es el emperador de todos los hombres.
Aldous Sachais avanzaba sin ceremonias por la alfombra, esquivando cortesanos y nobles que le salían al paso. El cargo de mariscal de Eynea conllevaba un gran honor, pero también una gran presión, y muchas tentaciones. Aldous era un Sachais, de los primeros que se alinearon con el héroe Eyneus, padre fundador de Eynea, y por ello una de las casas nobles más respetadas. Para el mariscal solo existía la sincera lealtad al rey, ahora el rey precisaba de su lealtad. Ahora más que nunca. Sorteó los últimos cortesanos e hincó rodilla en la alfombra, delante de su rey.
―¿Cuantos, Aldous? No me ocultes las cifras. ¿Cuantos vienen?
Al mariscal no le tembló el pulso ni la voz.
―El único batidor que regresó nos informó de un número no inferior a los seis mil, Su Majestad. El doble que la última vez.
El rey Evertus seria un monarca menor en los anales de Eynea, olvidado a la sombra de los grandes señores eyneos, su reinado discurriría en una de las tantas épocas menores de la Historia Eynea. Evertus no tenía nada que envidiar a los grandes reyes pasados y futuros. Rondaba los cincuenta años, pero aun mantenía un cuerpo firme y atlético, no había perdido el color del pelo, únicamente las traicioneras arrugas que campaban en su rostro delataban su edad. Muchos reyes ganan la lealtad de sus súbditos únicamente por su condición, Evertus la ganó como hombre en el campo de batalla y la genial gestión del reino.
―Demasiados. Ni todo el ejército real podría pararlos más que un tiempo. Estamos exhaustos, Aldous, no podemos armar un ejército para esta guerra. Pero contra el Enemigo no hay más lenguaje que la espada y la sangre.
―Los demonios de Ah'mid serán vencidos, Su Majestad ―asintió convencido el mariscal con firmeza― Los venció en el pasado. Puede volverse a hacer.
El rey se levantó. Se movía lentamente.
―En el pasado yo era joven, mariscal. El Enemigo movilizó muchos menos de sus monstruos, nuestro ejército era mayor. Las posibilidades se escapan, amigo. ¿Adonde se dirigen?
―A Émpora, Su Majestad.
El rey reflexionó, echando un vistazo al mariscal con cansancio.
―Moviliza el ejército. Les atacaremos antes de que lleguen a la ciudad. Manda mensajeros a Kessara, a Lenya, incluso a Oóntur. Pide ayuda. Diles que Eynea pide ayuda al mundo. Si nosotros caemos, el resto nos seguirá al infierno.

La tierra olía a azufre y los prados eran negros como antracita. Desde una pequeña colina Bazalbuferr contemplaba su ejército. Un mar de cuernos, alas membranosas y lanzas se agitaba repugnante entre alaridos de torturados y rugidos de torturadores. El ejército de la Ciudad Prohibida esperaba la orden de avanzar.
―Será una guerra gloriosa, mi señor ―anunció triunfal el demonio, sin apartar la mirada de la horda demoníaca. Se volvió a sus espaldas, encarándose a un gran espejo de dos metros de altura que no reflejaba más que una sombra oscura.
―Habrá guerra. Así lo mandáis. Así será.
Del espejo surgió una voz vibrante, lejana, pero profundamente oscura y maligna.
―Es tu guerra, Taimado. Tu guerra. La guerra es mi mundo, mi ser, mi alimento. Pero no te atrevas a decidir por mi, esclavo. Yo soy la antesala de la Muerte, su Heraldo, el Portador del Final. No haces esta guerra por devoción a mi, tu dios y tu señor, lo haces por miedo. Por temor a aquello que se oculta en esa ciudad humana. Tan cobarde eres que estas dispuesto a dejar vacía mi ciudad por el miedo a un hombre. No te confundas, Bazalbuferr, es tu guerra, pero yo me alimentaré de ella.
Al demonio le recorrió un miedo sobrenatural por todo su ser. Le tembló la voz un instante.
―Haré de esta guerra un digno sacrificio a vos, mi señor. Destruiré al mortal con mis manos y asolaré su mundo como ofrenda a ti, mi dios.
Pasaron unos largos minutos de silencio. Bazalbuferr no se atrevió a moverse siquiera de su sitio.
―Disfrutaré de tu guerra mientras dure, Taimado.

Era una oscuridad fría, claustrofóbica, pegajosa. Los pasos de Laien se alejaban de sus pies, vibrando en eco a través de la tiniebla. Recuerda. Sentía una presencia detrás de él que lo perseguía. Trató de huir, pero se había quedado inmovilizado. Recuerda. Solo pudo volverse hacia una luz cegadora, cuyos hilos cortaban la sombra como cuchillas. En medio de la luz, una figura humana caminaba hacia él, pudo sentir el calor, la tranquilidad. Recuerda. La tranquilidad se esfumó. Otra figura, hecha de tinieblas, se echó encima de la silueta a contraluz. Lo último que recordó fue la angustia de ver, sin poder hacer nada, como la sombra destrozaba la luz. Recuerda. Y pasaron incontables eras.
―¿Está muerto, Maiah?
―No. Vive. Está inconsciente.
―¿Cuando despertará?
―No lo sé. Ojalá no lo haga nunca.
―¡No digas eso! Kainoh despertará. Se pondrá bien.
―Es un monstruo. Tiene ahora más demoníaco que de humano. Fíjate en esa espada, maldita. Aun no sé porqué decidí ayudaros. Esto es una locura. Una locura.
Las tres voces se alejaron. Regresó la oscuridad y pasaron incontables eras.

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