miércoles, 29 de octubre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (10)

Capítulo duodécimo – Despertar


La boca de Laien tenia un desagradable sabor a papel mojado y sus párpados estaban soldados por una pastosa costra de legañas secas. Sentía tanta repulsa que incluso antes de abrir los ojos ya tenía grabada en su rostro una mueca muy fea.
―Ya era hora, semidemonio ―dijo una voz aguda y serena. Laien tensó los músculos reconociendo la voz despertando un infernal dolor en su espalda. El gnomo Cadei advirtió el gesto.
―No te esfuerces. Si te quisiera muerto ya lo estarías, ¿no crees? No soy tan estúpido. Relájate muchacho, no estoy aquí para cazar.
Cadei no se calmó, echando un detenido vistazo a la alcoba donde había estado quien sabe cuando tiempo inconsciente.
―¿Cuánto tiempo? ―preguntó sin mirarle. El gnomo se acomodó en la silla y respondió sin ganas.
―Cinco días.
―¿Dónde estoy?
―En una finca privada. En Émpora aun. No te inquietes, los magos no pueden detectarte. Mi cliente me facilitó medios y refugio. Tras el barullo de hace cinco días eres el enemigo público de Eynea, semidemonio.
Laien se volvió hacia Cadei con la vaga intención de arañar con la mirada al gnomo.
―No me llames semidemonio. No lo soy.
Cadei alzó sus robustas cejas.
―¿No? Apestas a azufre y tu aura es tan negra como la tierra podrida de Númedon. Seas lo que seas, de humano tienes tan poco como yo de elfo, engendro ―esas últimas palabras violentaron a Laien, que se removió en el camastro moviendo su mano directamente hacia el cuello del gnomo. El meronés se zafó con agilidad, golpeando con el puño el hombro derecho del jinete. Laien descubrió entonces la dolorosa herida que tenia aun por curar y que hasta ese momento no se había percatado de ella. Cadei lo agarró a su vez del cuello del jubón, sin dejar de presionar la herida del jinete.
―Que te entre esto en tu cabeza cornuda, engendro. Estás vivo por un cúmulo de coincidencias y deseos muy por encima de ti. Los magos te quieren semidemonio, me pagaron por ti, vivo o muerto, pero esa bola de fuego me convenció una vez más de lo rastreros que son. Estarías muerto si fuera por mi, aun con el contrato roto, pero alguien intercedió por ti.


Cadei se arrastraba dolorido por el fango, sacudiéndose restos de nenúfares y algas pegadas a su ropa cuando aterrizó justo en un estanque de un bosquejo cercano a la muralla de la ciudad. Del cielo caía una perenne lluvia de cenizas llameantes que iban apagándose al ritmo que soplaba la brisa nocturna. A pocos metros el cuerpo humeante y aparentemente muerto de Laien había recuperado su aspecto humano.
―Serpientes arcanas ―maldijo el gnomo―. Traidores, perros, hideputas.
El gnomo se puso en pie y avanzó tambaleante hacia el jinete pudiendo ver que aun respiraba. Sin ceremonias incrustó su bota en los riñones de Laien con una furiosa patada. El cuerpo se balanceó sin resistencia, pero el meronés pudo advertir que aun respiraba.
―Demonio. Vaya una jugada me han hecho, a los dos. No te apresures en despertarte, con un muerto basta. Te dejaré ―sacó un puñal de uno de sus botines mientras hablaba para si― que no tengas el problema de elegir quien.
El meronés apuntó a la garganta de Laien dispuesto a atravesarla, cuando un estilete curvado se acomodó en el cuello de Cadei. El gnomo se quedó inmóvil.
―Cazador cazado ―parafraseó Cadei mirando por el rabillo del ojo a su asaltante.
―Suelta la daga ―ordenó un timbre femenino. El gnomo hizo lo que se le ordenaba. Pudo advertir el ligero temblor en la voz, en la propia firmeza del estilete. La mujer no parecía ducha en esa clase de situaciones.
―¿Y ahora? ―dijo desafiante Cadei, la hoja de hierro profundizó un poco más en su piel advirtiendo al gnomo que quizá había juzgado precipitadamente a su asaltante.
―Olvídate de él, meronés. Déjale en paz o te degüello aquí mismo.
―No les debo una mierda a los que me contrataron para dar caza a este semidemonio. Casi me matan por esta escoria demoníaca, me traicionaron, pero tampoco estoy dispuesto a dejar viva a esta amenaza.
De improviso un movimiento felino sorprendió a la mujer. Cadei se impulsó hacia atrás, chocando con el pecho de la asaltante. Sin perder el ritmo aprovechó para dejarse caer hacia abajo, librándose de la presión del estilete, dio una voltereta en el suelo volviéndose frente a la mujer, listo para el contraataque. La muchacha era joven, vestida con un jubón sencillo pero para nada sucia. Tania dos grandes ojos verdes y una cabellera pelirroja.
―Una mujer bella, hábil, pero no una asesina. ¿Quién eres? ―a la muchacha le temblaban los ojos.
―No le hagas daño, te traicionaron. No tienes nada contra él. Olvídate de él, te lo pido.
Cadei contestó insensible.
―Soy un profesional y cumplo mis contratos. No tengo nada contra el semidemonio, sí que lo tengo por lo que es. Sin contrato o no, lo mataré, y menos caso haré de la que hasta hace un momento estaba dispuesta a rebanarme el gaznate.
Los segundos se tensaron, rígidos y fríos. Un brillo astuto asomó en los ojos de la muchacha.
―Di el precio.
―Cinco esmeraldas kessareas. Nada de moneda.
―Tres. Y un techo donde cobijarte hasta cuando desees.
El gnomo miró a Laien una vez más y chasqueó la lengua.
―Hace ―dijo y acercó la mano a su nueva clienta. Ella no respondió al gesto, pero a Cadei no le importó―. Quisiera saber quien es mi cliente, señorita.
―Maiah. Maiah Brennus.


Un silbido insoportable cruzó los oídos de Laien al oír el nombre de Maiah. El jinete se removió incómodo en el camastro mirando a la pared.
―Ya veo que esto no es de tu agrado, semidemonio. Mejor, para mi tampoco lo es vigilarte.
No dijeron nada más, Laien fingió dormir y Cadei sacó una pipa hecha de pino negro a la que rellenó de tabaco.
Tuvimos suerte, una suerte inmerecida, Cosechador, pero salimos vivos. Tenemos que salir de aquí, ir por la espada, recuperarla y unirla a la gema. Nuestra venganza, Kainoh. Nuestra venganza, Laien, bien puede esperar un poco más. Habla, infórmate, seguro que pronto sabrás del paradero de la espada y la gema. Ten paciencia, Cosechador.
El jinete se volvió hacia Cadei. Hablaron muchas horas. Descubrió que durante su coma la situación del reino eyneo pendía de un hilo. El gnomo se mostraba inquiero y el jinete asentía, como si todo cuanto oía ya lo supiera desde hace demasiado tiempo.

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