miércoles, 3 de septiembre de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (8)

Capítulo décimo – La bestia


Los guardias los separaron bruscamente. Tomaron a Laien por la armilla de cuero arrastrándolo hacia la puerta. De nada sirvieron las protestas de Maiah, su padre se había cansado de la larga conversación con el asesino.
―He sido muy generoso, Maiah. Ahora mi generosidad ha llegado a su límite. Márchate a casa, llévate a la niña si quieres, pero aquí terminasteis vuestra función.
Maiah aceptó refunfuñando el mandato de su padre. Marla no tuvo más remedio que acompañar a la hija de Lear fuera de los calabozos.
―¿Qué le pasará a Kainoh? ―preguntó preocupada. Maiah se detuvo arrodillándose delante de la niña.
―Oíste que dijo, ¿verdad? Kainoh ha hecho muchas cosas malas, deberá ser castigado ―a Maiah le costó articular esto último.
―¿Qué castigo?
Maiah abrazó a Marla con fuerza. La niña se aferró a la muchacha, no entendía, no quería comprender, pero aun así sabía que ese abrazo no significaba nada bueno.
―No pienses en ello, ¿vale? Vamos a mi casa, allí podrás lavarte y comer. Que necesitas un buen baño, pequeñuela.
―¿Se va a morir, verdad?
Maiah se quedó callada.
―Lo van a matar. ¡Me salvó en los calabozos! Ningún hombre malo salva a una niña. Lo sé. Kainoh no es malo, me salvó. No me creo que hiciera nada de lo que dijo. Kainoh no es malo. ¡No lo es!
―Ojalá fuera tan sencillo, pequeña. Ojalá lo fuera.


Lo llevaban cuatro guardias rodeándolo en rombo. Laien llevaba grilletes en las muñecas y los tobillos, unidos por una roída cadena que tintineaba a cada paso del jinete. Dos guardias cogían por los brazos a Laien, uno abría la marcha y otro la cerraba. A Laien le costaba andar y un dolor palpitante se enroscaba en su muñeca derecha, la carne roja del músculo aun estaba al aire y ya presentaba los primeros síntomas de infección, también había perdido la sensibilidad de la mano.
Lo llevaron a lo largo de un laberinto de pasillos húmedos, Laien trató de memorizar el camino, pero tenía la mente turbia por el dolor. En medio del dolor se alzó la voz siempre enérgica de Kainoh.
Moriremos si seguimos así. Tenemos que salir de aquí.
Kainoh. Usa tu magia curativa, sobre todo mi cuerpo. Todo tu poder. Todo.
No sé si es buena idea, Laien. Quedarás muy débil y si eso pasa podrían ser peores las consecuencias que los remedios.
Tú hazlo.
Así lo hizo.
―Os daré una oportunidad de vivir. Salid de aquí. Ahora ―la declaración de Laien provocó algunas risas y un nuevo puñetazo en el estómago.
―¡Callarsus! Como te vuelva a oír te curro la cara hasta que sangres por las orejas.
―Lo siento por vosotros entonces.
La soldadesca se miró alternativamente escupiendo amenazas al reo. Fueron sus últimas amenazas. Un dolor horrible recorrió cada parte del cuerpo de Laien. La cabeza le vibró sacudiendo el cerebro hasta el límite de explotar, el jinete no pudo reprimir un horrendo grito que se propagó por los pasillos como el lamento de una bestia de ultratumba. Laien empezó a sentir un calor creciente, la sangre le bullía ácida y los músculos palpitaban rompiendo su piel. Los ojos se agrandaron tornándose amarillos con pequeños puntos rojos como iris. Los gritos de agonía de Laien no cesaban y la masa muscular del jinete empezó a crecer y a encorbarse, sus uñas se tornaron garras y en su cabeza crecieron unos diminutos cuernos. La armilla y los pantalones de cuero no pudieron contener la carne dentro y estallaron por las costuras. La piel se tornó rojiza y un desagradable olor a azufre exudaba de Laien, pero ya no era Laien, era la viva imagen de una bestia diabólica. Los guardias que lo flanqueaban los empotró contra las paredes rompiendo sus columnas como palillos. Al soldado de delante le atravesó el estómago con las garras. El de retaguardia empezó a huir gritando de horror. No llegó lejos, la bestia se lanzó sobre él tirándolo al suelo antes de oírse crujir su cráneo.
Laien aulló salvaje, recorriendo los pasillos de los calabozos. No se detenía para matar a cuantos se encontraba al paso, el simple impulso de la bestia derribaba cualquier oposición. Laien se detuvo ante la rendija por la cual la difusa luz de las estrellas trataba de adentrarse en las mazmorras, la bestia ayudó en el cometido arrancando los barrotes con suma facilidad. La bestia era libre.

En el exterior salió una pequeña plazoleta rodeada de casas y el muro de los calabozos. Aullaba como un lobo, descontrolado, irracional, peligroso. Un silbido detuvo la danza de la bestia, el silbido de un virote de adamantio que penetró en la carne del hombro de Laien.
―Despertarás a toda la ciudad, demonio ―era un hombre bajito y narigudo, tan bajito y narigudo que era obvio que se trataba de un gnomo. Llevaba un abrigo de piel, largo y gris que le llegaba por los tobillos, una camisa de lino blanca y pantalones de punto marrones, unas botas de piel le cubrían toda la espinilla. Llevaba un estrafalario sombrero picudo negro que le traicionaba revelando su procedencia meronesa. El gnomo sostenía una ballesta de mano, del cinto colgaban hasta tres más, todas cargadas, y en la armilla podía apreciarse un generoso surtido de artefactos, botes e instrumentos de desconocido uso.
Laien rugió mirando al hombre de la ballesta. Dio un imposible salto de seis metros plantándose sobre el tejado de una de las casas de la plazoleta. Emprendió una huida por los tejados acercándose a la muralla.
―Oh no, hermano. Eso no ―murmuró el meronés arrancando una carrera por entre las callejas, siguiendo la pista de Laien. La luna marcaba el camino.
No era la primera persecución para el cazador de monstruos Cadei Stratopolos. La gente se sorprendería con la facilidad que huyen muchas de esas terribles y sanguinarias criaturas que los atormentan. Solo hace falta una oposición demasiado grande para estas, aunque fueran bestias ansiosas de muerte no significaba que debieran ser tontas. Mientras torcía las callejuelas siguiendo los aullidos de su presa, Cadei se preocupaba. Bien que las bestias huía cuando se encontraban en desventaja, pero esa bestia juzgaba que podía estar de todo menos asustada. Giró a la derecha y a la carrera tomó un vial de contenido anaranjado, el cuerpo del gnomo tembló unos instantes y enseguida se sintió mucho más ágil y rápido. Al poco tiempo se topó con los bloques de piedra de la muralla, hacia un callejón sin salida. Sin salida para un aficionado.
El griterío y las alarmas se extendieron por Émpora. Las patrullas se movían excitadas hacia Laien y Cadei, agitando nerviosamente las alabardas y cargando las ballestas. Los soldados no son problema, reflexionó el cazador, los magos malhumorados sí lo son. Cadei extendió su brazo izquierdo y apunto a una de las vigas de una casa, activó un mecanismo oculto en su muñeca y salió disparado un arpón. El proyectil se incrustó en la madera, cuando notó la tensión el cazador mandó recoger la cuerda alzándolo al vuelo. Se ayudó de unas cajas al lado de la calle, ascendiendo sobre el nivel del suelo y se impulsó balanceándose con la cuerda. Directo a la muralla. Sus sentidos agudizados por la poción le garantizaron una buena caída. El meronés se agarró a los bloques de piedra que sobresalían mal colocados y empezó a escalar con rapidez aprovechando cada saliente, hendidura y porosidad del muro. Ascendía como alma que lleva el diablo a por el diablo.
De un impulso final el gnomo se presentó en la cima del muro. Allí le esperaba la bestia, encogida toda ella dando una falsa sensación de seguridad al cazador. Los ojos malignos de Laien se cruzaron con los de Cadei, se midieron y se encontraron a un rival que no se dejaría intimidar. Laien empezó el ataque, atacando en tromba a por el gnomo, pero este reaccionó felino echando mano de un saquete que lo tiró contra el suelo, liberando su contenido. Una densa nube de humo gris se propagó envolviendo a los dos rivales, Laien se detuvo en seco y empezó a toser grotescamente. Cadei sonrió triunfal.
El humo contenía una mezcla de partículas de ang, la materia antimagia. Cualquier ser viviente del mundo sufriría dolores intensos expuesto a ese humo, más aun una bestia mágica como era el demonio al que se enfrentaba Cadei. Aprovechando la ventaja el meronés desenfundó una ballesta de mano y disparó a ciegas, pero con precisión sobrenatural que se clavó en el pecho del demonio. Cadei cargó la ballesta de nuevo, volvió a disparar. Otro impacto. La muralla tembló por los alaridos del demonio, que a pesar del humo y las heridas avanzaba inexorable hacia el gnomo. De repente una luz envuelta en llamas alumbró el cielo, disipando al instante la niebla. La luz impactó en la muralla haciendo un gran estruendo, arrancando pedazos de la muralla que hizo llover su roca sobre la ciudad. Cadei se vio arrastrado por la onda expansiva, antes de perder el conocimiento pudo maldecir en todos los dialectos meroneses a los magos.

1 comentario:

kadmita dijo...

Menuda historia... veo que es bastante larga asi q cuando tnga algo d tiempo ya m pondré a leerla.
A ver si algun dia d estos hablamos, kss!!