lunes, 21 de julio de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (3)

Capítulo cuatro - El jinete del sur


La tormenta afloraba traicionera tras las montañas de mármol. Amanecía. Era un amanecer amenazador, de rimbombantes colores carmesí y azul oscuro. El riachuelo que discurría junto al camino se iba retorciendo. Cada vez más, tal como si la propia tormenta lo asustara. Pronto su agua murió, precipitándose en alguna fuente subterránea, pero el camino seguía. Y no parecía tener fin. El jinete iba lanzado, inclinado lo máximo para aprovechar el viento a su favor. Vestía capa y capucha oscuras, un jubón marrón y botas recias de jinete. Miraba al frente, fijando su penetrante mirada al horizonte que empezaba a clarear. Cabalgaba solo. Cabalgaba solo bajo la tormenta.
Al cabo de una hora de viaje las nubes negras ya iban quedándose atrás. El camino arañado por ruedas de carros y herraduras de caballos y bueyes empezaba a ampliarse. No aminoró el paso, el caballo no mostraba signos de cansancio, era buen animal. De nuevo un riachuelo se posaba al lado del camino, este era más firme, más caudaloso y arrogante. En el lado opuesto podía verse un bosque de cañas que ocasionalmente se movían por la acción de algún animal. Había una verdina repugnante que flotaba a ambos lados del río, algunos flores de nenúfar que desafiaban con su belleza la verdina. Alguna que otra rana croaba y algunos patos chapoteaban buscando sustento en las aguas en calma. Patos domésticos, estaba llegando. El jinete levantó la mirada y vio la estacada de una posada en el camino, más allá muros de piedra que indicaban que Émpora estaba cerca. El jinete entró en la empalizada, bajó del caballo y se lo entregó a un mozo de las cuadras. El lugar era deprimente.
El olor a estiércol, a meados de borracho y alcohol mal destilado creaba una atmósfera digna de las peores barriadas de una gran ciudad. Habían cuatro guardias, dos por cada una de las dos puertas, norte y sur, todos ellos llevaban cosidos en sus jubones el símbolo del dragón de plata. Soldados del ejército eyneo. Luego la escena perdía. Borrachos tirados en el suelo, otros que salían cojeando o tambaleándose de la posada. Prostitutas que soñolientas contaban las ganancias de esa noche. O viajeros que empezaban a despertar para seguir su camino. Muchos lo miraban, llamaba la atención. Se acercó a la entrada de la posada, esquivando borrachos, uno de los tirados en el suelo le cogió de la pierna.
―¡Una perra! Por caridad ―el borracho no obtuvo una perra, sino dos dientes menos.El jinete finalmente entró en la posada. Si fuera el olor era insoportable, dentro tumbaba al más duro. Aun había movimiento dentro. El tabernero miró al jinete, no parecía afectarle el hedor. Otros más lo miraron, Ninguno hizo nada más. El jinete se acercó a la barra de servicio.
―¿Qué tomará, viajero? ―preguntó limpiando una jarra de madera casi podrida.
―Cerveza negra ―contestó tomando asiento. El tabernero escupió a un lado. Un escupitajo verde y asqueroso.
―Una rata lényca ―gruñó mirándole con odio.
―Una rata lényca sedienta. Dame esa cerveza, ahora ―la voz del jinete era profunda, maligna, algo en ella hizo al tabernero entrar en razón. Se acercó a la montaña de barriles sin identificar del otro lado de la barra, tomó una jarra y la llenó de un espumeante líquido oscuro. El tabernero resistió la tentación de decorar la cerveza con su escupitajo. Hizo bien.

El jinete bebió con tranquilidad. No tenía prisa. No quería tener prisa y eso provocaba la inquietud de los presentes. Esa mañana tuvieron que retirar tres cadáveres y cuatro miembros cercenados del suelo de la posada.

Capítulo cinco - Émpora

Se había levantado viento. Las vaharadas golpeaban los estandartes azures y plata, bailando al son de los caprichos de Jaqoh. No mucho más se veía amenazado por el fogoso viento. Émpora no se veía amenazada, pero sentía inquietud por las sombrías nubes que asomaban más allá de las montañas de mármol. Desde el balcón de su finca, Lear Brennus contemplaba privilegiado el océano de tejados ocres y torres picudas de arrogantes colores rojizos. Sobre una de las colinas más altas del barrio de los mercaderes, la finca del rico comerciante poseía una vista única de la ciudad. Él lo sabía y su ego se lo agradecía. Durante tres generaciones de Brennus el esfuerzo y el sacrificio habían tenido recompensa. Su saga familiar procedía de Lenya, de la pequeña villa de Hanko, habían huido de la miseria al rico reino del norte, dejando atrás su patria. Lear recordaba los duros inicios que su abuelo le contaba a la luz de la chimenea. Ningún eyneo da gratis y menos aun a un lényco, decía Kaen Brennus, y tenía toda la razón. Hubieron muchos sacrificios. El primero de todos ellos fue el apellido familiar, pasó de ser Bren-Na a su eyneización a Brennus. Luego vinieron las humillaciones, los orgullos rotos y derrotas financieras, pero prosperaron. Hoy el nieto de Kaen e hijo de Lee era un magnate, de los más ricos de Émpora. Sí, su ego se lo agradecía.
Nadie volvió a preguntar sobre el incidente de la posada. Se lo achacó a unos bandidos borrachos que luego huyeron a la campiña. No esperaban que él continuara su camino a la ciudad, ni cuando destripó al último desdichado parroquiano ni cuando redujo con solo la mirada a los dos guardias, pero él continuó hacia Émpora. El jinete infundió tal miedo que pronto su presencia pasó al olvido en los alrededores de la posada. Poco tiempo pasó hasta que llegó a los muros de la ciudad de los magos eyneos.
―Alto viajero. ¿Nombre y motivos de su viaje? ―interrogó uno de los guardias de la Puerta de los Artesanos. El otro, un muchacho de no más de diecisiete años y ojos avispados, se apoyaba en la alarbada contemplando las generosas curvas de un grupo de aguadoras junto a un estanque envuelto en arbustos de bayas. El jinete se dirigió al guardia.
―Mi nombre no importa. Mis motivos no importan ―dijo con voz fría, pero terriblemente seductora. El jinete clavó sus insondables ojos oscuros en los claros del guardia. El vigilante vaciló.
―Sí.. claro ―tartamudeó. Su compañero, ajeno a la situación, charlaba con labia con las muchachas.
―Déjame pasar ―ordenó con una mirada maligna al portón. El guardia cedió, se volvió de espaldas y miró hacia arriba.
―¡Garus, maldito seas, abre la puta puerta! ―ladró enérgico. Sintió un escalofrío cuando el jinete se volvió a dirigir a él.
―Gracias, guardia.
Cuando el jinete hubo marchado, adentrándose en las laberínticas callejas de Émpora, Manus Sodis, soldado del ejército real de Eynea, volvió en si. Pudo ver como su compañero de guardia se acercaba desde los arbustos del estanque. Sonreía de oreja a oreja y se esforzaba por colocarse bien los pantalones del jubón.

La plaza del mercado rebosaba de movimiento. Los gritos de los mercaderes llamando la atención, el murmullo incesante de las mujeres que contemplaban el género, los ladridos de perros o el incesante cacareo de las gallinas apretujadas en jaulas minúsculas cargaban el ambiente. Entre ese coro de caos vocal un hombre cruzó la cara a un niño que le había estado intentando robar, casi al instante una horda de mujeres rabiosas cargaron contra el varón. El hombre tuvo que realizar una retirada estratégica cuando se vio acorralado por la turba femenina. Tuvo peor suerte, se chocó con el jinete.
―¡Oh! Lo siento, caballero.. ¡Oh! Sois un campesino ―el hombre reflexionó unos instantes. Pronto esgrimió un arrogante porte, propio de los plebeyos ricos que trataban de imitar a los nobles― ¡Oh! ¿Cómo osáis tocarme, campesino? ¡Andrajoso hijo de perra! Debería mandaros azotar. Debería... ―el artificial enojo enmudeció en un epílogo de un hilo de voz de niña. El jinete lo había agarrado del cuello.
―Busco a Lear Bren-Na ―dijo sin soltar presión del cuello del nuevo rico. Estaba temblando como una hoja, trató de decir algo, pero la fuerza de la mano del jinete le impedía articular nada claro. El jinete aflojó.
―No.. no conozco a ningún Bren-Na ―gimió asustado. Con la mirada fija, sin apartarse de los dos puntitos negros que ahora eran los ojos de nuevo rico, el jinete esperó unos largos segundos para responder.
―Mientes ―sentenció. Volvió a ejercer fuerza. Sin esfuerzo lo arrastró a un callejón, apartado del jolgorio de la plaza del mercado. Llevaba al hombre con tanta naturalidad como si este fuera un muñeco de trapo, como si el aterrado nuevo rico no pesara nada. Lo tiró al fondo del callejón. El nuevo rico gimió de dolor por el golpe contra la pared.
―Habla. ¿Conoces a Lear Bren-Na? ―el jinete desenvainó una de sus dos espadas. La hoja era oscura, salpicada de sangre seca. No parecía afilada, más bien oxidada y llena de herrumbre. Pero exudaba maldad.
―¡Esta bien! ¡Oh! Hablaré. No es Bren-Na, es Brennus, se cambió el apellido. Soy Maine Roverus, socio de... ―el jinete le interrumpió.
―No me importa quien seas. Dime donde esta, y me plantearé no sacrificarte ―su voz retumbaba maligna en los tímpanos de Maine. Le ardían de dolor, un dolor que no era natural. Maine sabía poco de magia, pero vivir en la ciudad de los magos eyneos le obligaban a tener ciertas nociones básicas, y ese hombre oscuro estaba usando alguna clase de hechizo para causarle ese dolor. El nuevo rico habló, le dijo que la finca de Brennus estaba al norte de Émpora, en el barrio de los mercaderes, sobre la colina más alta, que probablemente estaría allí. No escatimó detalles, la mayoría inútiles para el jinete.
―Dijiste que no me matarías. Te lo he dicho todo. Todo lo que sé. ¡Lo juro por Sirgga! ―el nuevo rico Maine empezó a sollozar, muy viril, eso sí― Déjame marchar, por favor.
El jinete se inclinó sobre él con una mirada carente de emoción.
―Dije que no te sacrificaría. Por ello estate agradecido ―el jinete guardó la espada oxidada y el mercader suspiró de alivió.
―¡Oh! Gracias, señor. Le prometo que no diré nada de este encuentro. Tiene mi palabra, se lo prometo por el Dragón Fundador y mi gran familia ―se apresuró a dar los nombres de sus antepasados para hacer cumplir su juramento, cuando estaba por la tercera generación de Roverus las palabras se ahogaron en su garganta. Se ahogaron en la sangre que manaba del profundo corte en su yugular. El jinete envainó la espada, esta era brillante, afilada, de buena manufactura kessarea. Se volvió alejándose. Dejaba atrás entre espasmos y murmullos inaudibles a Maine. El nuevo rico dejó de moverse al rato en el centro de un charco rojo oscuro, con los ojos desencajados mirando a la nada. El jinete había cumplido su palabra, no lo había sacrificado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Enhorabuena Sam.
Enhorabuena porque realmente hay párrafos muy buenos. Enhorabuena porque te envidio profundamente (no recuerdo ya cuanto hace que no dedico tiempo a escribir), y enhorabuena porque, capítulo tras capítulo la cosa mejora.

¿Para ser leido?
Al menos yo estoy a ello, chico.

David "Sam" Carreras dijo...

Muchas gracias, lordainvar! Espero estar a la altura y seguir mejorando con los siguientes capítulos. Aunque esté haciendo trampas, ya los tenía escritos de hace un tiempo -aunque los he repasado un poquito-, a partir de noveno sí ya son nuevos.