sábado, 19 de julio de 2008

La Saga de Laien de Hanko, el Brujo Luna (2)

Capítulo dos - El engaño


Tras haber realizado los encargos de sus padres en el mercado, Laien se dispuso a regresar al hogar. El calor marchito del atardecer salpicaba de luces rojizas el cielo, pero de más negras nubes ocultaban ese tapiz bucólico, devoradas por una oscura sombra que parecía perseguir al joven. Maia miró el frasco de extraño liquido y suspiró llevándoselo al pecho, apretándolo contra ella con fuerza sintiendo como si fuera el mismo Laien que la abrazaba. Pero sufrió de este modo una inquietante sensación de frío, una gélida sensación que flageló su mente por un instante y la culpa afloró en ese pecho cargado de amor. Cuando quiso mirar atrás y buscar al misterioso hombre, era de suponer que ya no estaría, pero allí lo vio, sobre una pequeña elevación, lejos del camino, pero con una perceptible sonrisa terrible. Ella tenía miedo, lo olía en el propio ambiente y lo veía a través de las oscuras nubes que se congregaban sobre ese hombre, inmóvil como una horrible estatua de pesadilla. Quizá fuera su mente, pero cuando regresó la mirada al camino con Laien acompañado de su asno pudo sentir una reconfortante sensación de seguridad, como si toda esas tinieblas arrastrándose a sus espaldas fueran efímeras al lado de su querido Laien, con decisión hueca Maia caminó a su encuentro.

Laien se había retrasado, la visión de esas fantásticas, aunque retorcidamente amenazadoras, le había cautivado como el canto de la sirena. Pensaba, pensaba en esa joven que su corazón había robado, pero que por culpa de su tosco carácter jamás se atrevió a dirigirle palabra por miedo al rechazo. Sabía que no era apreciado por mucha gente, pero lo aceptaba, escasas veces una sonrisa cruzaba su rostro y sus padres, siempre preocupados por él, le decían que un chico de su edad debía ser alegre y enérgico, que no lo habían educado para que fuera una persona triste como aparentaba ser. Laien no respondía, se quedaba callado, no era una persona triste, bueno, quizá sí, soñaba, eso era todo. Soñaba en ir lejos, descubrir como era el mundo más allá de su aldea, vivir emociones jamás sentidas, pero tan lejos quedaba todo eso y quizá la emoción más importante y a la vez deseada por él estaba tan cerca, pero todo un mundo lo separaba de ella. Esa sensación era la única cosa de la que se arrepentía, no haber sido valiente para dar ese paso, no haber tenido coraje para decir lo que pensaba, decir lo que sentía y tomar ese camino que tanto anhelaba. Eran sueños vagabundos que cada noche trataba de pescar en el lago, bajo la silenciosa noche estrellada y allí, sumido en quiméricos sueños a viajes lejanos sentía como todos ellos parecían más reales, más alcanzables. Esos pensamientos lo distrajeron y cuando quiso darse cuenta vio la vio, a ella, a esa persona que su corazón había robado, tenía una sonrisa agridulce y sostenía algo entre sus manos.
Maia lo observaba en silencio sin poder articular palabra, tenía miedo a sentir una vez más esas palabras tan horribles de la anterior vez y antes que ni siquiera él pudiera decir nada habló con voz temblorosa.
―Siento lo de antes. Yo, no sabía que hacer, quisiera que las cosas fueran distintas, pero claramente no lo son ―dijo ella con la mirada en el suelo, casi en susurros, en voz tan baja que algunas de ellas se escaparon de los oídos de Laien. Él se acercó lentamente y se paró ante ella tratando de buscar sus ojos.
―No tienes que pedir perdón, debo disculparme yo por haber sido tan engreído ―contestó creyendo lo que no era. Maia extendió sus manos ofreciéndole un frasquito de rojizo líquido y lo miró.
―Antes de despedirnos para siempre, quiero que tomes esto, es zumo de bayas, lo hice yo para ti.
―Laien la miró perplejo, desconcertado ante las palabras de la joven y tomó en sus manos el frasco, pero prestando más atención por los hipnóticos ojos verdes de Maia.
―¿Despedirnos?¿Por qué deberíamos despedirnos? ―preguntó ladeando la cabeza, pero con una ligera preocupación reflejada en su rostro.
―Yo.
El discurso de Maia se vio interrumpido cuando cruzó sus ojos con los de él, perdió la voz y las palabras huyeron de su cabeza. No tenia reacción, toda su alma bailaba al son de un compás de sus corazones desbocados y con las palabras la propia razón huyó junto a ellas.
―Bébelo, por favor, no quiero sufrir más.
Lágrimas asomaron sobre su piel de porcelana, Laien frunció el ceño sin poder separar su angustiada mirada de cada una de esas lágrimas. No comprendía las reacciones de Maia, pensaba que la primera vez que hablaría con ella sería un torrente de emociones y de tantas veces que había dibujado esta situación en su mente ninguna de ellas se acercaba a lo que estaba viviendo en ese momento. Siguiendo las palabras de su amada observó el frasco con detenimiento, algo inexplicable le recorrió la columna, pero era tan agradable como inquietante. Finalmente volvió a mirarla y dibujó una dulce sonrisa tan inocente como su amor por ella.
―Si eso es lo que deseas, lo haré. Por ti.
Al oír esas palabras salidas no de los labios de Laien, sino de su propio corazón Maia abrió los ojos de par en par y toda su alma tembló revelándole el engaño que había sufrido. Casi de forma instintiva golpeó el frasco de las manos de Laien y este cayó al suelo, el líquido se derramó y en pocos segundos brotó una delicada rosa roja que en escasos instantes después se tornó negra ante la asombrada mirada de los dos jóvenes.
―¡Lo siento! ―dijo alterada y cayendo de rodillas al suelo con lágrimas desconsoladas― No quería hacerlo, solo quería estar contigo, solo eso. Pero no quería estar de ese modo, quería que me amases por ti mismo, por tu corazón, no mediante engaños. Yo quería.
―Tú querías el corazón y el alma de ese joven- tronó la funesta voz de ese hombre irrumpiendo entre los dos. Laien se dispuso alerta entre Maia y el hombre. El muchacho le tembló la mirada ante los dos puntos amarillos que eran los del hombre.
―¿Qué le has hecho? ―gruñó Laien mientras ella se aferraba a su pierna.
―¿Yo? Nada. Solo le di lo que deseaba, la oportunidad de poseer tu corazón, de poseer tu amor ―reveló manteniendo una firme y amenazadora mirada.
―No quería, yo no quería hacerte daño. ¡Vete! No te necesito más, no quiero que sea así ―clamó con cierta firmeza hacia el hombre, este volvió a sonreír con malicia.
―Ojalá pudiera, querida doncella. Ojalá pudiera regresar a mi hogar y abandonar este deprimente mundo, pero he hecho un pacto y debo regresar con el pago antes de irme ―y mientras esas palabras brotaron de sus labios los dos jóvenes sintieron terror al ver como ese hombre se transformaba en un ser de horribles dimensiones, grandes cuernos, alas membranosas de murciélago y ojos amarillos cual lava infernal. Laien y Maia retrocedieron asustados, pero al instante quedaron paralizados atrapados por el pavor.
―¿Y bien? Mi señor aguarda el pago, ven querida, tu alma me pertenece, así lo ofreciste y así será.

Capítulo tres - La noche del dolor


La sombra había ennegrecido la escena. Laien se interponía entre el demonio y Maia. Cada instante el muchacho lo sentía como último. Mientras por cada momento las lágrimas empañaban más el rostro de la joven. Bazalbuferr avanzó altivo y amenazador hacia los jóvenes. Se detuvo ante ellos regalándoles una retorcida sonrisa. Laien podía sentir el olor a azufre de la bestia, sus dos ojos rojos que lo observaban, que le encogían el corazón. La noche llegaba, pero ni estrellas ni luna asomaban.
―He de marcharme, pero no será solo ―gruñó Bazalbuferr echando azufre por la boca.
―Ni por todos los diablos del infierno dejaré que te la lleves ―inquirió valerosamente Laien. Tenia miedo, un miedo atroz, pero pensar en perder a Maia le provocaba aun más pavor que el propio demonio. Este sonrió con malicia.
―¿Que puedes hacerme tu, mortal? ―se burló de la impotencia de Laien y Maia. Los jóvenes retrocedieron, pero Bazalbuferr ya había alzado una barrera mágica que impedía su huida―. Nada, absolutamente nada.
El olor a azufre se intensificaba. Laien y Maia empezaban a tener dificultades para respirar. Pronto el muchacho le empezó a doler el pecho y Maia se desmayó. Ante el brutal demonio Laien quedó sobrecogido, indefenso, pero más allá de las posibilidades de su cuerpo se levantó.
―Impresionante, mortal ―dijo el Taimado―, tienes una enorme fuerza de voluntad. Pero solo con la voluntad no lograrás derrotarme. Ven, mortal, atácame. Te mereces la oportunidad, atácame con todas tus patéticas fuerzas.
El demonio extendió los brazos ofreciéndose al ataque de Laien. Cegado por la ira Laien se abalanzó cual perro de presa a por el ser. Laien tomó su pequeño estilete y trató de apuñalar al demonio, pero este fue más rápido. Por alguna razón Bazalbuferr se apartó instintivamente del ataque, pero aun así fue herido en el brazo. Laien lo miraba con furia sosteniendo la hoja que goteaba de sangre demoníaca.
―Eres fuerte, mortal. Te infravaloré, pero ya no será así. Me llevaré a tu Maia conmigo, su alma me pertenece ―sentenció convencido de su victoria. Laien no le quiso escuchar y sin darse respiro volvió a la carga.
El combate duró un instante. Laien cargó directo al demonio, pero este respondió con rapidez. Del abdomen del Taimado emergió una picuda cola que como una serpiente se enroscó en el cuello del joven. Laien casi se desnucó al frenar en seco su ataque, inmovilizado por la cola del demonio. Bazalbuferr sonrió y alzó al muchacho en el aire ahogándolo, pero no contento con eso el Taimado atravesó el ojo izquierdo de Laien hasta llegar a su cerebro. El joven dejó de ofrecer resistencia al acto, y en ese mismo instante la luna asomó alumbrando la dramática escena.
―Te dije que no podrías conmigo, mortal ―respondió con frialdad. Acto seguido lanzó el cuerpo a un lado y agarró a Maia aun inconsciente. Bazalbuferr atravesó el corazón de la joven y su alma quedó presa para satisfacción del demoníaco ser. El olor a azufre perduraría tiempo después de marchar el diablo, un olor que mató al hedor de los cuerpos sin vida de Laien y Maia a la merced de los cuervos que ya empezaban a caer sobre ellos.

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